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Carolina González:

“Pese a este positivo fallo, las niñas de Anita nunca tuvieron justicia”

Este 8 de septiembre, se declaró culpables a un “parrillero de microbuses” y a un chofer de micro del delito de explotación sexual comercial de varias niñas que vivían en la residencia Anita Cruchaga del Hogar de Cristo en Viña del Mar. El fallo es inédito, ya que hasta ahora se hablaba erradamente de prostitución infantil. La psicóloga, perito forense y experta en violencia contra la mujer, que era responsable de la operación social de esa casa, analiza aquí el caso y lo resuelto por el Tribunal Oral en lo Penal de Valparaíso.

Por Ximena Torres Cautivo, publicado por ElDínamo.cl

17 Septiembre 2022 a las 09:00

–¿Qué pudimos haber hecho para evitar lo sucedido? Haber convertido a las chiquillas en feministas furiosas, de esas que no dejan pasar ni una– dice Carolina González (42), psicóloga y jefa de operación social en la región de Valparaíso del Hogar de Cristo.

Carolina fue una de las testigos relevantes del caso que el jueves 8 de septiembre declaró culpables a dos hombres del delito de explotación sexual comercial en contra de varias niñas de la residencia de protección especializada Anita Cruchaga en Viña del Mar. La casa que estaba a su cargo, poco antes del estallido social, en octubre de 2019, fue incendiada.

Ahora el Ministerio Público pide 47 años de cárcel para Daniel Cerda (25) y 12 para Jean Carlos (37). El fallo definitivo se dictará el 13 de octubre próximo. Y será inédito, ya que hasta ahora este delito se denominaba erradamente “prostitución infantil” y sería el primero bajo esta nueva nomenclatura que define de manera certera y justa para las víctimas de qué se trata. A los acusados, uno de los cuales dejó embarazada a una de las muchachas, se les imputa estupro, violación y abuso sexual reiterado contra una menor de 14 años.

Manipulador digno de manual psiquiátrico, Daniel Cerda logró conquistar la confianza de las niñas una a una. Con regalos, ropa, maquillajes, marihuana, lograba irlas sumando a la realización de fiestas en microbuses, estacionadas en terminales y garitas.

“Según luego contarían las chiquillas, las reuniones eran muy masculinas. Había algunas otras jóvenes, pero no las conocieron. Se bailaba, se tomaba y había mucho consumo de drogas. Ellas no eran adictas a la droga, algunas fumaban marihuana, pero se hicieron adictas en ese periodo. Todas terminaron con consumo problemático. Daniel Cerda convencía a las niñas de tener relaciones con sus amigos a los que presentaba como tristes, aproblemados, necesitados de cariño y consuelo. Les pedía que lo hicieran como un favor a él. Así se daba la facilitación. Ellas lo hacían por amor; ellos, por droga. Uno de ellos, Jean Carlos, al que nunca vi era chofer de micro y el otro, Daniel Cerda, parrillero de buses, como lo llaman”, explica Carolina.

Y va así reconstruyendo la historia:

–Me traspasaron la residencia Anita Cruchaga en septiembre de 2019 como parte de los programas a mi cargo en la región, aunque en la residencia había una jefa. Era una de las dos residencias que estaba piloteando el Hogar de Cristo bajo estándares internacionales, de alta calidad y orientadas a casos complejos de vulneración de derechos. Había una de hombres en Santiago y otra de niñas, en Recreo, al lado de la casa central de la fundación en Viña del Mar, la Anita Cruchaga. Era un proceso complejo y desafiante que terminaría absorbiendo parte importante de mi tiempo –cuenta la psicóloga, experta en violencia de género y avezada perito forense.

Dice que nunca se imaginó con lo que se encontraría al asumir: una red de explotación sexual comercial rondado la residencia. “Al comienzo no le poníamos nombre a lo que estaba sucediendo. Percibíamos que las niñas estaban raras, que todo era raro: ellas llegaban con regalos, con cosas nuevas, algunas con consumo. Ahí nos dimos cuenta de que había un hombre mayor, mi pololo, lo llamaba una de ellas. Y empezaron las intervenciones especializadas: las llamadas a Carabineros; las querellas casi todas las semanas; las denuncias en Tribunales, primero en el de Viña del Mar; las asesorías con el abogado; el apoyo de la oenegé Raíces, que son expertos en el tema. Yo creo que ningún juez en la Quinta Región desconoce todas las acciones que tomamos como Hogar de Cristo”.

Revista hizo un reportaje sobre el tema, lo mismo que Informe Especial, que investigó profundamente el tema. Pero era como enfrentarse a una roca. A la indiferencia de una roca. Porque lo que falta en todos –en los hospitales, en las comisarías, en los cuarteles de la PDI, en los colegios, en el vecindario– es perspectiva de género, para entender la complejidad de los casos y ponerse del lado de las víctimas. Afirma Carolina:

–La actitud de la sociedad hacia ellas es siempre castigadora, punitiva, orientada a ponerles límites. Se las ve como chicas sueltas, mal portadas, frescas. Para hacer el imprescindible trabajo de red que se requiere hay que rogar por encontrarse con funcionarios de buena voluntad. Uno se felicita cuando al hacer una denuncia se topa con un carabinero buena onda, que entiende la realidad de las niñas. Pero es un carabinero, no la institución, el que entiende. Y todos rogamos que sea él el que esté de turno cuando pedimos ayuda. Y le invitamos una empanada el 18 de septiembre, cuidamos la amistad. Es penoso. Y eso se repite en todas las demás instancias: en el hospital, el Cesfam, el colegio. La pega es estar siempre defendiendo a las chiquillas de los prejuicios, de la desconfianza, porque, más encima, efectivamente, se portan mal. No son niñas fáciles.

Carolina dice que se sentían como en la rueda del hámster. Pedaleando para hacer lo imposible. “¡Qué más quiere que haga?; ya le pasé los condones”, nos decían en el hospital. Enciérrenlas, no las dejan salir, aconsejaban los vecinos, más compadecidos de los monitores que de las niñas. Ya se les arrancó de nuevo la cabra, solidarizaban con nosotros y no con ellas ni con las graves vulneraciones que acarreaban, con la vulneración de derechos que padecieron casi toda su vida”.

Luchar contra un gigante

Carolina González sabe lo que es el dolor femenino. Conoce de femicidios y de violencia intrafamiliar. Trabajó casi una década en casas de acogida para mujeres víctimas de violencia y sus hijos. Antes de eso se había dedicado al psicodiagnóstico en peritaje forense, tanto para Tribunales como perito privado.

Delgada, menuda, pálida, de ojos muy expresivos, la psicóloga es muy buena evaluando. “Desde mi época universitaria me fui formando en psicopatología y se me hacía fácil el diagnóstico. Nunca pensé en meterme en trabajo comunitario o social. Aunque el ambiente del peritaje era brutal y el trabajo duro y agotador, me iba bien. En esa pega uno obtiene los detalles de un relato, opina, pero no repara; solo emite un juicio. La vida y los casos me fueron orientando hacia víctimas de delitos sexuales, siempre adultas, siempre mujeres”.

Pero llegó un momento en que sintió la necesidad de reparar dolores, de dejar sólo de registrarlos. Y se presentó como voluntaria en el Hogar de Cristo. “Me inscribí para hacer voluntario profesional, como psicóloga, en programas de consumo problemático de alcohol y drogas”.

Obviamente, la aceptaron. “Fue realmente un apostolado. Vivía en Providencia y estuve un buen tiempo yendo a Manrresa, un programa que quedaba en Estación Colina, camino a Lampa, donde tuve que hacer diagnóstico; lo mío. Después me invitaron a trabajar, ya con contrato, en una de las primeras casas para mujeres víctimas de violencia intrafamiliar que tuvo el Hogar de Cristo. En eso estuve hasta el 2016, primero como psicóloga, luego como directora. Quedaba en Puente Alto, muy cerca de la cárcel. Y era feroz, ahí percibí el daño humano real. Lo sentí, lo palpé”, confiesa.

“Puente sobre aguas turbulentas”, la famosa canción de Simon and Garfunkel, interpretada por Camilo Sesto, a Carolina le recuerda ese dolor.

-La primera mujer que recibimos llegó el día en que estábamos inaugurando la casa. Venía físicamente muy golpeada. Había leído en el diario que se habían inaugurado dos refugios, uno en Santiago Centro y otro en Alto. Se demoró dos días en encontrar el lugar. Yo le abrí y la invité a pasar y, al oír que sonaba esa canción, se quebró. Era una mujer preciosa, con ojos verdes de gata. Estaba quebrada, con el alma desgarrada. Yo, con mi formación teórica, pensé que haría un brote psicótico. Pidió una tijera y se empezó a cortar el pelo. Decía yo tengo que cambiar para que nunca más me pase esto. Ser otra. Ayúdenme a cambiar.

Carolina cuenta que desde entonces lucha contra su afán diagnóstico para conectarse con el daño, con el quiebre, sin tanta teoría. “Era muy brutal lo que se oía ahí. Teníamos capacidad para recibir a 20 mujeres y 40 niños, calculando un promedio de dos hijos por mujer, pero nunca era así. A veces llegaban madres con cuatro niños”.

La psicóloga tiene historias que la persiguen, como el de la mujer que fue cortada en la cara desde la oreja hasta la comisura de la boca por su pareja. Y aunque él fue preso, varios años después, por un error de Gendarmería, logró fugarse. “El pavor de ella buscando protección en nuestra casa, no lo olvido. Y su discurso: Él debe estar muy enojado conmigo porque lo acusé. ¡Ella se culpaba y eso que veía su cicatriz a diario! No se sentía víctima, sino victimaria. Luchar contra ese machismo es enfrentarse a un gigante”.

Hogar de Cristo ya no tiene esa línea de trabajo. Dejó esos dispositivos en otras manos. “Hoy no sé si hay casas de la mujer suficientes o insuficientes en número, lo que sí sé es que la política es insuficiente. Nuestra fundación decidió dar un paso al costado y concentrarse en las líneas de trabajo donde tiene más expertise, pero quien sea que hoy trabaje con mujeres maltratadas, sabe que es luchar contra un gigante. Es lo mismo que pasa con residencias de protección, como la Anita Cruchaga”, repite, cerrando el círculo.

Las niñas, hoy mujeres, de Anita

Aún no se sabe quién incendió la residencia piloto Anita Cruchaga. La casa con capacidad para 10 niñas, albergaba a ocho en ese tiempo, pero sólo tres se encontraban en la vivienda cuando comenzó el fuego.

Hogar de Cristo no se querelló por el incendio, pero sí por el delito de explotación sexual comercial, el que venía denunciando desde mucho antes.

–Yo le decía siempre a un colega que veía la residencia piloto de hombres: Estas chiquillas son las que después van a llegar a una casa de la mujer, como la que yo dirigí. Todas las mujeres víctimas de violencia que traté en esa casa tenían historias de institucionalización en la infancia. Habían estado bajo la protección del Estado. Era una constatación como para darse cabezazos de impotencia.

–¿Qué habría que hacer para que esas historias no se repitan?

Antes de responder, la psicóloga vuelve a mencionar la investigación “Ser niña en una residencia de protección”, la que en la previa y durante el juicio contra los dos explotadores sexuales ha leído y releído. El sólido trabajo, que publicó el Hogar de Cristo en 2021, contiene para ella varias claves:

–Nosotros hicimos todo lo posible por empujar a la red fuera de la residencia, que técnicamente tenía todo para haber logrado ayudar a las niñas: un modelo bien concebido, buen clima, ambiente familiar, un equipo comprometido, una casa acogedora, pero nos golpeábamos contra un pared, contra un sistema sin perspectiva de género, sin comprensión de que esas niñas eran víctimas, sin noción del daño que acarreaban, no sólo de la red de abusadores, sino de un sistema machista que no entiende cómo han sido vulneradas en sus derechos desde pequeñas y las culpabiliza. No las ve como víctimas. Ellas tampoco. Ojalá hubiéramos podido rescatarlas antes de los horrores que sufrieron toda la vida.

Carolina usa la metáfora del elefante. Dice que nadie es capaz de ver el animal completo. “Habría querido tener toda la información y evidencias que contiene el estudio Ser Niña entonces, en octubre de 2018 cuando presentamos la primera querella”, insiste. Y agrega: “Las chicas provienen de entornos enfermos y son atendidas por un sistema no saludable, conservador, patriarcal, indolente frente al daño, que requiere un cambio de mirada. Nadie que no haya trabajado con niñas vulneradas de este nivel de complejidad puede entender a cabalidad lo que digo. Tampoco el que ha trabajado con niños, porque el daño no es el mismo. Tampoco las consecuencias”.

–¿Qué habrías hecho tú distinto hoy?

–Habernos anticipado, no haber subestimado a estas redes, a estas mafias. Yo conocí de pasada a Daniel Cerda. Parecía un joven como cualquier otro, no un pedófilo, ni un delincuente, aunque una vez me gritó en el barrio: Tú erís la que tiene encerradas a las cabras. Suéltalas.  La sociedad y uno mismo subestima a estas redes que están a la vuelta de la esquina. Pese a esto, en octubre de 2018, presentamos la primera querella de una infinidad que tramitamos casi todas las semanas. Lo que menos faltó de nuestra parte fueron querellas.

Carolina agrega lo impotante que fue “contar con un abogado dedicado al tema y con el apoyo especializado de la oenegé Raíces. Pienso que nos faltó hablar con las niñas de la explotación sexual comercial como delito, de cómo operan estás mafias. Ellas culturalmente piensan que el éxito es conseguir que un hombre las mantenga, hacer familia con él. Tener sexo con él es para ellas una prueba de amor, lo mismo que tener un hijo. Amor, aquello de lo que más carecen, por eso son tan vulnerables y por eso el delito este delito es tan infame. Es tan clave enseñarles que se amen a sí mismas primero que todo. A ellas hay que ayudarlas a des-romantizar su idea del amor”.

–Has dicho varias veces que ellas se sentían pololeando y que accedían a tener sexo con otros por amor a ese pololo que se los pedía.

–Así es, por eso digo que habríamos tenido que inocularles un feminismo extremo, que terminara con el modelo que vieron en sus madres y abuelas, mujeres que son capaces de darlo todo por un hombre, incluso no ver cuando el padrastro o la pareja abusa de sus hijas. Es el nefasto modelo clásico patriarcal en que están formadas y eso es muy común. Lo vi tanto en las mujeres de las casas de acogida, que repiten con sus hijas lo que sus madres hicieron con ellas.

–Parece más sencillo trabajar con niños vulnerados, lograr que salgan del círculo de daño, vulnerabilidad y pobreza en que están sumidos.

–Reconociendo que las chicas son de una complejidad distinta a la de los chicos, cada género tiene sus particularidades. La residencia piloto masculina, Maruri, que no se quemó y sigue funcionando, vive temas complejos de desregulación emocional. Los niños tienen reacciones más violentas y sobre ellos pesa el mandato patriarcal de ser alguien, por eso hay más interesados en estudiar, en tener una carrera, en ganar plata. Las niñas traducen sus traumas, que son más y muy graves sobre todo en el plano sexual, en ansiedad y depresión. El colegio es por cumplir, no lo consideran un camino para algo mejor. Es clave empoderar a las niñas, que los profesionales multisectoriales que las y los atienden, comprendan estas diferencias de género.

Haciendo un balance somero de la actual situación de las 8 niñas que había en la Residencia Anita Cruchaga, cuando fue incendiada, y que hoy son mayores de edad, sólo una está trabajando y en proceso de reencuentro positivo con su familia. “Ella criticó siempre a sus compañeras. Decía: Estas cabras son tontas; cómo le creen a un tipo que anda con todas. Fue un par de veces a las fiestas y después nunca más. Ella era abordable y nos dio luces de lo que pasaba”. Otra, que dejó la residencia al quedar embarazada de Daniel Cerda, hoy tiene a ese niño y al parecer mantiene algún contacto con el padre. El caso más dramático es el de una joven que murió por sobredosis en la calle.

Cuando le pedimos a Carolina que evalúe el reciente e inédito fallo por explotación sexual comercial de niñas y adolescentes, responde: “Mi primera sensación fue de tranquilidad, de alivio, de constatar que se visibilizó el delito y que no hay impunidad. También siento alegría, porque fuimos muchos profesionales, no sólo del Hogar de Cristo, los que luchamos en representación de las niñas por esto. Pero, profundizando en el tema, siento que la sentencia, siendo positiva, es tardía. Fueron cuatro años los que tardamos en conseguir este fallo. La justicia penal no es sólo condenatoria, debe ser reparatoria y para que haya reparación las personas deben sentirse víctimas y estas chicas, incluso cuando estaban declarando, no se sentían víctimas de explotación sexual comercial”.

Profunda y psicológicamente, la profesional hace notar que para reparar una herida hay que ser capaz de verla. “Si no la ves, aunque te duela, no la vas a poder curar. A estas mujeres, que ya son mayores de edad, les duele hasta el aliento, como dice el poema de Miguel Hernández, por el daño, el trauma y los abusos que han padecido a lo largo su vida. Pero muchas no ven dónde está, porque no tuvieron acompañamiento ni compresión de lo que les estaba pasando. Creo que pese a este positivo fallo, que sin duda sienta precedente en materia de niñez vulnerada, las niñas de Anita no tuvieron justicia”.

 

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