"Esclavos" en libertad
Arica es una ciudad que supera en diez puntos el promedio nacional de personas con discapacidad. Y en materia de salud mental cuenta con escasos especialistas y centros de tratamiento. Esta casa, que alberga a tres mujeres y cinco hombres con trastornos psiquiátricos, es un ejemplo de convivencia. Sus habitantes, pese a estar presos de su psique alterada, viven aquí felices, libres y con una razonable autonomía.
Por María Teresa Villafrade y Ximena Torres Cautivo
20 Marzo 2023 a las 18:43
Este es el Hogar Protegido Pedro Claver, llamado así en honor al misionero jesuita San Pedro Claver conocido como “el esclavo de los negros”, porque luchó toda su vida por aliviar los sufrimientos de los esclavos del puerto de Cartagena de Indias, en Colombia.
Es una casa amarilla de tres pisos, ubicada en una población al norte de la ciudad de Arica, que lleva muy bien puesto su nombre. El Hogar Protegido Pedro Claver es el refugio de tres mujeres y cinco hombres que son esclavos de su propia psique alterada, pero que con la gestión del Hogar de Cristo y el subsidio de Senadis, logran vivir armoniosamente como una singular familia, con ciertos grados de autonomía.
Este miércoles 19 de abril, en el Centro Cultural La Moneda, se presentará el quinto estudio de la serie Del Dicho al Derecho que desarrolla Hogar de Cristo. “Trayectorias de Inclusión Social de Personas con Discapacidad Mental en Contextos de Pobreza y Vulnerabilidad” es una contundente y humana radiografía cuanti y cualitativa de quienes viven trastornos síquicos e intelectuales en Chile.
Arica y Parinacota, sobre todo en su capital fronteriza, la ciudad de Arica, es la región de Chile que concentra la mayor proporción de población adulta en situación de discapacidad en el país con un 28,9%, cuando el promedio nacional es de un 20%. En el caso de las mujeres, el índice alcanza a 36,2%.
Patricio Moyano, el jefe de operación social del Hogar de Cristo en la región, no sabe a qué se debe esta singularidad. En realidad, nadie lo sabe, porque no hay estudios que lo expliquen. Lo que sí sabe es que ser frontera, existir en el extremo, dificulta e incluso vuelve imposible cualquier tratamiento. Los psiquiatras son una especie muy escasa en la ciudad y las personas en situación de extrema pobreza y vulnerabilidad difícilmente pueden acceder a ellos. El Hospital Regional Doctor Juan Noé tiene una unidad psiquiátrica de corta estadía y está desarrollando otra de cuidados intensivos psiquiátricos para niñas, niños y adolescentes, que se espera esté concluida en octubre de este año. Es una escasa oferta para una alta demanda.
Por eso, el Hogar Protegido Pedro Claver tiene tanto valor.
De no existir, es fácil imaginar el destino que tendrían Honorina, Wilma y Valeria y sus compañeros varones: Cristián, Jonathan, Roberto, Juan y Eduardo. El menor es Jonathan, de 42 años, y el mayor, Eduardo, de 85.
Todos tienen distintos tipos y grados de esquizofrenia, controlada, en todos los casos, con medicación suministrada por el Centro de Salud Mental Comunitario Familiar correspondiente. Los ocho son autovalentes. Ellos mismos lavan su ropa, toman sus medicamentos y se alimentan con apoyo de un monitor. El almuerzo lo traen preparado todos los días desde el Centro de Encuentro del Adulto Mayor, que tiene Hogar de Cristo justo al lado del Hospital Juan Noé en el centro de la ciudad. “Esto es de lunes a viernes, porque los fines de semana ellos se las arreglan muy bien. Les gusta salir a comer afuera o cocinarse en la casa”, explica Patricio Moyano, quien es una suerte de hermano mayor de habitantes de la casa.
EL HIJO PROBLEMA
El trabajador social conoce al dedillo las historias de cada uno. Informa a las autoridades de Salud regionales, a las del Servicio Nacional de la Discapacidad, a las del Hogar de Cristo central y a ellos mismos de sus respectivas realidades. Sabe, por ejemplo, lo mucho que dañó a Cristián Gutiérrez (47) la pandemia. “Perdió la costumbre de caminar por la calle. Ahora estamos tratando de que recupere esa capacidad. Buscando un circuito para que pueda ir caminando al Hospital de día. El problema es que debe cruzar una rotonda grande. También considera difícil que algún día pueda volver a vivir con su propia familia. Sus padres son mayores y han sufrido con la enfermedad de su hijo. No la comprenden.
-Cristián es hijo de agricultores del valle de Azapa que venden sus productos en la feria el Agro. Ellos se dedican a las hierbas medicinales, a los remedios naturales, y, por eso, cuando vivía con ellos, Cristián nunca mantuvo su tratamiento, porque ellos no creían en los medicamentos siquiátricos. Eso lo perjudicó mucho. Y la relación se volvió muy compleja.
El propio Cristián cuenta así su caso: “Yo soy enfermo crónico. Eso generó problemas con mis padres, porque tuve un tiempo muy crítico, muy delirante. Ellos se asustaban conmigo. Yo cursé hasta el octavo básico, luegp entré a un liceo politécnico, pero nunca me entregaron el título. Después trabajé, trabajé como agricultor. Hice ajustes en canales de regadío, pero los patrones no me pagaron”.
Cristián, que es interesado en la historia, inteligente y muy conversador, tuvo una crisis psicótica mayor. Tanto, que se arrancó uno de sus ojos; hoy tiene una prótesis de vidrio. Cuando le preguntamos qué le pasó en la vista, nos cuenta que “los malos me dieron una orden. Fue el espíritu del mal que se apoderó de mí. Nosotros somos aymara y tenemos rituales; hubo algo de eso”. Esos espíritus lo perturban con alguna frecuencia. Y, en esos casos, ha llegado a intentar ponerse un sofá de sombrero, como protección para que las ondas de alta frecuencia, los espíritus malos o quién sea de que se trate intente hacerle daño o robarle las ideas.
Afortunadamente, hace tiempo que no sufre crisis epilépticas o descompensaciones mayores. Y eso es esperanzador.
EL HIJO PRÓDIGO
Jonathan es flaco, alto y se ve joven. Representa menos de los 40 años que tiene, pese a que vivió años en situación de calle y estuvo consumido por las drogas.
–¿Qué drogas usabas?
–El churrasco completo –dice, metafórico. O sea, le hacía a todas. Ahora está orgulloso, porque incluso dejó el tabaco. “Ya no fumo nada”, cuenta.
Jonathan es servicial y trabajador. Y Patricio Moyano cree que tiene muy buen pronóstico. Lo único que lo traiciona es la ansiedad.
Cuenta que aunque terminó la enseñanza media, sólo ha trabajado una vez. “En la semillería Lombardi, pero me cortaron”, comenta. “Yo llegué aquí por consumo de drogas. Somos cinco hermanos y murió nuestra madre. Yo me iba de la casa. En ese tiempo, me daban ataques y empezaba a gritar. Terminé viviendo en la calle, donde pasaba mucha hambre. Del hospital me derivaron para acá, donde ya llevo ocho años. Me gusta la casa y los amigos. Hacer el aseo en la mañana. Ver tele en la tarde, el canal SPN. Y jugar a la pelota”.
Dice que su mejor amigo es Eduardo, el residente de más edad de la casa. Se ofrece a ir a buscarlo para que lo entrevistemos.
Baja corriendo. Estamos en el tercer piso de la casa, donde hay una terraza que permite mirar Arica en 360 grados. Vista al mar, al desierto, al temido Cerro Chuño, a la ciudad. Allí hay máquinas de ejercicios y una brisa que contrarresta el calor húmedo de la ciudad que atribuyen a las lluvias en la cordillera, propias del invierno altiplánico.
Al rato, Jonathan vuelve desilusionado: Eduardo no quiere hablar. Nos cuenta que canta tangos, “muy lindos”. Y Alberto, el monitor a cargo, quien es un ex uniformado con formación de técnico en enfermería, nos comenta que Eduardo tiene muchas propiedades imaginarias que, ciertamente, no le rentan.
EL HIJO ÚNICO
Juan Ángel Custodio (66) parece rockero, con su pelo largo canoso y su tenida de jeans y polera enteramente negra. “Me veo más joven, ¿cierto?”, pregunta, coqueto.
Vive en el Hogar Protegido desde hace dos años y en Arica hace 30. “Mi familia era de Santiago. Yo iba a todos lados con mis padres porque soy hijo único: a la FISA, a la piscina Tupahue del Cerro San Cristóbal. También viajamos Bolivia y recorrimos La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y Oruro”.
Un buen día, su padre decidió dejar la capital, vendió la casa y la familia se trasladó a San Miguel de Azapa donde vivieron hasta que el padre murió el 2005 y la madre, el 2013. “Mi mamá tenía 90 años. Me quedé solo”, agrega. “Cuando ella murió, tenía deudas con la farmacia y con varias casas comerciales. Me empezaron a llamar todos los días y a amenazarme con embargos. Yo no quería vender mi casa, porque era la única herencia que me dejaron mis padres. Me asusté con las amenazas. Después me explicaron que las propiedades no se embargan, sino los enseres que están dentro de ella”.
Sin nadie que lo asesorara, Juan vendió la propiedad en 20 millones de pesos. Dice que pagó las deudas pero se quedó sin un lugar dónde vivir y de esa plata ya nada le queda. “Ahora esas casas que tienen un sitio grande como la mía, valen mucho más: setenta, hasta noventa millones”, se lamenta.
Un amigo lo recibió en su casa. Pese a que trabajó en mantención de áreas verdes y jardines, no se acostumbró. “Me diagnosticaron esquizofrenia parece que el 2015, no recuerdo bien”. Estudió serigrafía y computación, pero no pudo seguir con ninguno de esos aprendizajes.
Afortunadamente, fue acogido en San Pedro Claver de Hogar de Cristo y ahora Juan comparte pieza con Eduardo. Lo único que extraña de antes es andar en bicicleta. “Cuando entré aquí la vendí; he engordado por eso”.
Está pensionado, pero agradece que semanalmente Patricio Moyano le pase parte de esa pensión ya que “si me dan todo, no me alcanzaría el mes, me lo gastaría todo”, admite.
Con las ayudas del gobierno en pandemia, dice el trabajador social, todos lograron reunir un buen monto en sus cuentas RUT. “Recibieron los IFES y diversos bonos, pero la mayoría no tiene la capacidad de administrar esa cantidad de recursos y debemos acompañarlos para que las ocupen de forma racional. El hogar busca que realicen estas y otras tareas cotidianas, fomentando actividades que los mantengan activos dentro y fuera del programa”.
Con su pensión, los más amigos salen una vez a la semana en grupo a algún restaurante cercano a comer. “Nada muy especial. Pedimos el menú disponible”, confidencia Juan, que es yunta de todos.
LA HIJA HUÉRFANA
Honorina (65) es oriunda de Huara, de evidente origen aymara.
Le corta el pelo a su compañera de pieza Wilma (47).
Mientras la primera es muy comunicativa, la segunda apenas pronuncia palabra.
Es, por lejos, la habitante de la casa que más conmueve a Patricio Moyano. Sabe que vivió en situación de calle, que desde niña ha padecido abusos de todo tipo, que está más sola y desprovista de redes que todos sus demás compañeros. Para Navidad, suele entrar en una depresión profunda.
Pese a su hermetismo, ella misma cuenta que llegó al Hogar Protegido San Pedro Claver hace seis años. Que tiene un hermano mayor que vive en Lluta, pero con un grave problema de consumo de alcohol. “Nunca viene a verme”, se queja, con tristeza.
La cara se le ilumina cuando se acuerda de las Fiestas Patrias. Le encanta vestirse de “china” para los 18 de septiembre. Bailar cueca. Zapatear. Meses antes empieza a preocuparse de la vestimenta, cuenta Patricio Moyano, a quien no deja en paz hasta que le tenga toda la tenida comprada.
LA HIJA DE LA REINA
Honorina sufrió mucho con la muerte de la reina Isabel de Inglaterra, pues asegura ser su hija. “Sentí algo en el pecho ese día, y después veo en la televisión que mi mamá había muerto, fue un gran dolor”, afirma.
La realidad es que a ella la crió su abuela y un tío. “Echo de menos mi casa, porque podía dormir hasta tarde. Soy la más antigua aquí”, dice. Está ansiosa porque llegue el mes de marzo ya que así podrá retomar su voluntariado en la iglesia con el padre Claudio. “Los viernes voy siempre a ayudar en la cocina, a preparar comida para las personas en situación de calle. Me gusta hacer eso por los demás”, cuenta y lamenta haber vaciado la piscina, una artesa plástica donde asegura nadar todas las tardes. “Podríamos habernos refrescado juntas”.
LAS DOS HIJAS AUSENTES
Valeria, madre de dos hijas es la recién llegada y está en evidente estado de adaptación. Llora, se queja. Se queja, llora. Habla de sus hijas. Una vive en Italia y la otra, en Arica, pero sufre de depresión. Valeria asegura haber trabajado en la Zapatería Solari de la ciudad nortina durante 20 años. Le gustan la ropa, los perfumes y andar bien vestida y cuidada. Fue mamá muy joven, a los 16 años y, después, a los 19.
En eso estamos, cuando irrumpe tímidamente Wilma. Dice: “¿Está mal que les pida que me regalen un sombrero?”, pregunta.
Juan dice que no está mal y que entre todos siempre se ayudan. Que de eso se trata la vida. Y eso es lo que se vive y se respira en este sorprendente Hogar Protegido que tributa al patrono de los esclavos.