Otra vez la realidad nos golpea con una brutalidad lacerante: Ámbar, de un año siete meses, es violada y asesinada presumiblemente por el conviviente de la tía a quien el Estado entregó su tuición, porque su madre no estaba capacitada para cuidarla.
El caso es horrendo y conmocionó al equipo médico que la atendió, a toda la comunidad de Rinconada de Los Andes y a Chile entero. Hemos oído a familiares, pediatras y educadoras de párvulos recordar la ternura de la pequeña y al Estado presentar una querella contra quienes resulten responsables, nada de lo cual le devolverá la vida a una niñita que debió crecer cuidada, fuerte y feliz, desarrollando al máximo sus talentos y sueños.
Su caso es distinto al de Lisette Villa, quien murió dentro de un Centro de Administración Directa del Sename. Ámbar Lazcano, mucho más chiquita, era parte de un programa de cuidado de familia extendida, pero ambas ya no están, igual que cientos de niños de extrema pobreza, a quienes los adultos, los responsables de su protección y desarrollo, les fallamos dramáticamente. Como sociedad hemos diseñado un sistema de protección que no resuelve el problema de la pobreza y la vulneración de derechos en su raíz y -peor aún- hemos permitido que el daño se exprese impunemente de una generación a otra.
El mismo fin de semana en que conocíamos la desoladora noticia de la muerte de Ámbar, 10 niñas y 10 niños de entre 12 y 18 años, con necesidades múltiples y complejas, estaban tomando posesión de sendas y nuevas residencias de protección con los más altos estándares de calidad que se hayan visto nunca en Chile. Ambas pertenecen al Hogar de Cristo y forman parte de una urgente y más que necesaria acción por la infancia vulnerada. El piloto, fundado en estudios cualitativos y cuantitativos realizados entre 2015 y 2016, pone en práctica un nuevo modelo técnico de residencias de protección en base a estándares de calidad y a la experiencia nacional e internacional, cuya implementación requirió del apoyo de cuatro fundaciones privadas, que se han unido con el nombre Acción para la Infancia.
Las características clave del modelo son una capacidad máxima de 10 niños por residencia, lo que significa una mayor personalización en el trato; acompañamiento terapéutico especializado, que se traduce en un tutor por cada tres adolescentes; un enfoque de tratamiento 24/7, sensible a las historias de trauma de los chicos, basado en las relaciones personales y con foco en el trabajo en salud mental; intervención familiar en las casas; representación legal con un abogado que coordine las situaciones de los niños con el sistema judicial; acompañamiento hasta los 21 años, una vez producido el egreso.
El costo per cápita mensual del modelo es de casi dos millones de pesos, que es el costo aproximado de los centros de administración directa de Sename. Tenemos la convicción de que esta propuesta puede ser replicable a la realidad nacional. La población en el sistema residencial es pequeña en comparación a otros grupos vulnerables, por lo que no significaría un monto sustancial en el presupuesto estatal. Además, un gran porcentaje de niños y adolescentes que están hoy en residencias pueden ser derivados a programas ambulatorios, que requieren también altos niveles de calidad y supervisión; solo así evitaremos muertes horrendas como la de la pequeña Ámbar.
Días tras, cuando celebrábamos en privado con los niños su traslado a las residencias, les teníamos un ejemplar de “Tod@s Junt@s” a cada uno, de Vinka Jackson, un libro que celebra el tiempo de la infancia y cuenta los casos de niños y jóvenes que desarrollan proyectos increíbles en distintas partes del mundo, porque han contado con el cuidado responsable y dedicado de a lo menos una persona adulta. Un adulto que los protege; no que los daña.
Juan Cristóbal Romero. Director ejecutivo Fundación Hogar de Cristo.