3 Mayo 2018 a las 11:41
La mitad de los niños en Camboya sufre de extrema pobreza. Y millones viven privados de sus derechos a la salud, vivienda y educación, en situación de total desprotección, afirmó la Unicef en Asia en 2016. A estas desalentadoras cifras se suma la miseria urbana ya que cada vez desde más pequeños emigran a las ciudades a buscar un trabajo precario.
Por Mauricio Bascuñán A.
Catherine Berríos Arenas (42 años), profesora de francés y ex coordinadora pedagógica de la Municipalidad de Quilicura, partió a mediados de 2017 a colaborar como voluntaria en la fundación “TransformAsia“, luego de presentar un proyecto donde integra la educación, los idiomas y la higiene personal, “que es deplorable entre los niños de Camboya”.
La educadora ha vivido en Estados Unidos y en distintos países de Europa y “hace años que estaba buscando mi camino”, nos cuenta. Por tres años, fue coordinadora educativa en Quilicura, “un trabajo bien bonito, ya que estaba a cargo de la educación de 6 mil niños, pero en concreto, ¡no hacía nada! Iba a muchas ceremonias en representación del alcalde, pero sentía que no se traducía en nada. Y empecé a soñar y cree un proyecto. Soñé en grande. Mezclé el arte con la educación en un contexto de vulnerabilidad”.
Cuenta que en su paso por Estados Unidos, por Cincinnati, conoció a un empresario, por medio de amigos en común, que en vez de entregar el dinero de los impuestos al Estado, los invierte en 7 hogares en Camboya. Un procedimiento totalmente normal en los países desarrollados, cuenta la profesora, vía telefónica, a 10 horas de diferencia con Chile. “Le presenté un documento, y me invitó a ser parte de los albergues para los niños. Él viene una o dos veces al año a ver cómo marchan las residencias, a entregar arroz, la principal comida del país, y visitar los centros”.
“En 2016 y 2017 busqué por la web cómo postular como agente humanitaria de Naciones Unidas o de alguna ONG reconocida. Incluso pensé en viajar a Afganistán o África, pero mis cercanos no querían y empezaron a ayudarme y llegué a TransformAsia”, afirma, mientras de fondo se escucha a niños jugando.
Su proyecto principalmente pretende exponer al arte a niños que jamás han tocado un pincel, e incluso, que se hayan expuestos a hacer un dibujo con lápices de colores en una hoja. Hasta el momento ha conseguido pintar muros y poner mosaicos: “El arte es el pretexto para conocer los hábitos de higiene personal. Aquí no hay hábitos, como lavarse los dientes o bañarse”.
La educadora cuenta que sólo en un hogar viven 75 menores de 12 años, 53 de ellos son huérfanos. Algunos sin padres a causa de la violencia que ha remecido al país por décadas, o simplemente, la causa más común: el abandono de sus padres en la calle o ser “vendidos” a otras personas por unos pocos dólares. A veces la policía da con los niños que son llevados a residencias habilitadas. El resto de los menores del lugar, habita con sus familias, padre y/o madre, sin embargo, si no fuera por la institución “estarían en situación de calle”.
En un país donde 7 de 10 estudiantes no cursan educación secundaria, no es difícil ser empujado a la calle a mendigar, ya sea por sus familias o “dueños”, en el peor de los casos. La explotación sexual, que por muchos años preocupó a los gobiernos locales, ha podido ser disminuida, desarrollando estructuras estatales un poco más firmes, aunque aún hay mucho por avanzar, según indica Unicef.
Específicamente donde reside Catherine, que es la zona norte, donde históricamente impactó la famosa organización terrorista Jemeres Rojos (Khmer Rouge, en francés), en los años 70. En esa región cerca de un millón de camboyanos murieron a causa del genocidio, la dictadura y la hambruna. Además, con el término de la guerra de Vietman (1955-1975), quedaron plantadas millones de minas antipersonales, que periódicamente estallan. “Aún quedan miles en el país. La semana pasada estaba haciendo un video para Instagram y sonó muy fuerte el estallido de una”.
-¿Cómo tomaste la decisión de ir a Camboya?
-Me di cuenta cuál es mi propósito en la vida. En Chile y Estados Unidos hice estudios, tuve buenos trabajos, pero, en el fondo, no me llenaban. Y no era inconformismo, sino que siento que es algo más allá. Como que el Universo puso todas las piezas en su lugar para que se dieran las cosas.
-¿Has tenido miedo?
-No, nada. Hace rato que estoy viajando sola. Tengo más miedo en el centro de Santiago que en un tren en Camboya. En todo este tiempo me pasa que ya no sé cuál es mi casa. Aunque a veces echo de menos a mi familia y amigos en Chile.
-¿Tu viaje tiene cierto sentido de transcendencia?
-Sí, totalmente. No lo busqué con ese propósito, pero se dio con el tiempo. Este lugar tiene una energía gigante. Aquí todos los niños son buenos. Aquí no se ve tele, no hay Smartphone. Ellos juegan y corren, son niños todo el día. Como no hablo su idioma, pronuncio mal y todos se ríen. En general, la educación formal es muy a la antigua, usan la varilla y la repetición para aprender. Entonces por la tarde cuando vienen al refugio, trato de abrazarlos, de entregarles amor. Ellos me lo agradecen.
Ahora mismo escuchamos unos estornudos infantiles a través del teléfono. Catherine interrumpe la conversación y al retomarla cuenta que la gran mayoría de los habitantes del lugar están resfriados y que no existen médicos para que los examinen.
-¿Cómo motivarías a hacer un voluntariado o a acompañar a las personas vulnerables?
-Les diría que es una doble recompensa. Las personas siempre agradecen y comparten lo que tienen, son alegres, y uno se siente muy feliz. Quizás en términos económicos no estoy generando plata, pero a veces pienso que si estuviera en Chile, tendría que pagar arriendo, las tarjetas de crédito e igual quedaría en cero. Estoy ganando en otros aspectos, como los espirituales. En este tiempo me he dado cuenta que tengo una misión en este mundo, sobre todo con los niños. Tratar de detener la violencia que sufren, no sólo aquí sino que en todo el mundo. Ellos necesitan ver colores, pintar. Si mi proyecto no se estuviera realizando aquí, no tendrían ninguna posibilidad de aprender cosas nuevas.
-¿Has visto extranjeros que van solo a sacarse fotos?
-Lamentablemente, sí. Hace unas semanas vinieron varias personas a entregar aporte económico, pero en ningún minuto interactuaron con los niños. Se tomaban fotos con ellos, como una especie de adorno. Lo he vivido, lo he visto y eso es justamente lo que no hay que hacer. Los niños saben quiénes son, que no tienen padres presentes. Incluso se dan cuenta que este lugar es como un sitio donde se reciben cosas y ellos son el “gancho”. Se sienten muy mal.
–¿Qué dice tu familia en Chile?
-Mi mamá, que es súper católica, tiene sentimientos encontrados. Por un lado se alegra muchísimo de que esté ayudando a otras personas tan lejos, pero al mismo tiempo me pregunta todos los días cómo estoy. Y en el caso de mis amigos, siempre me dicen que este proyecto es como una inspiración. Entiendo que es caro, pero les digo que busquen e investiguen sobre proyectos que se pueden presentar en fundaciones. Mucha gente me ha dicho por qué no ayudo a niños en Chile. Siempre he trabajado en áreas sociales, como profesora, investigando. Poder ayudar en Chile, tiene muchas barreras. La diferencia es que aquí puedo hacer cosas mucho más concretas, pero sobre todo porque me han dejado.
-¿Qué opinas sobre la labor del Hogar de Cristo?
-Siempre he sabido lo que hacen, porque mi mamá es socia hace décadas y fan número uno. Siempre me han sorprendido porque miran al otro como parte de ti mismo. A la gente les digo que miren al Hogar de Cristo porque es lo que hay que hacer. Más que dar asistencia es mirar al otro como tu igual, entregar amor. ¿Cómo no voy a preferir que una persona tenga donde dormir a que esté en la calle? Considero que donde la pobreza es evidente, como en el caso de Chile, es urgente mirar al otro con ojos de amor.
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