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Jorge: “Soy yo, mi carné y mi mochila”

Así se define Jorge, el menor de esta dupla de amigos marcada por el abandono, el esfuerzo y la resiliencia. Alfonso, su compañero, es menos nómade, pese a que manejó camiones. “Hoy somos pareja”, bromean, felices de ser beneficiarios de Vivienda Primero, programa social que nos enseña que la vivienda es mucho más que un techo: es la posibilidad de volver a empezar.
Por María Teresa Villafrade Foncea
Julio 16, 2025

El 9 de mayo, día del cumpleaños de Alfonso Rojas (68), él y su amigo Jorge Núñez (57) llegaron a vivir juntos por primera vez a la casa de dos pisos, en un lindo barrio de Coquimbo, que les entregó el programa Vivienda Primero –recién instalado en la región– tras años de vivir en situación de calle.

“Es el mejor regalo de mi perra vida”, dice Alfonso, un avezado soldador que ha podido instalar sus herramientas en uno de los tres dormitorios y armar un improvisado taller en el patio. Allí nos muestra orgulloso sus últimas creaciones: una silla, un asador, una cocina rocket que sirve para calefacción también y una pequeña mesa.

Su compañero, Jorge Núñez, cuenta que jamás conoció a su familia y fue criado en un Hogar de Carabineros desde los 4 meses de edad. Es fanático del aseo, del orden, de las películas de Clint Eastwood y de Santiago Wanderes. En su antebrazo lleva tatuado el loro símbolo del equipo de fútbol de sus amores y dice que por sus venas corre sangre verde.

Sentado junto a Alfonso en el living del impecable nuevo hogar, Jorge muestra su loro tatuado en honor a Santiago Wanderes, el equipo de sus amores. Fotografía: Sebastien Verhasselt.

“Nos hemos repartido las tareas de la casa sin ningún problema. Yo hago el aseo y lavo la loza; Alfonso cocina porque sabe más que yo de eso”, dice Jorge, quien todos los días sale a trabajar y llega de vuelta con pan y verduras. Actualmente está ayudando a construir una casa: “Estamos un poco parados, levantamos todo de cero, terminamos los muros pero pronto vamos a retomar”, Por eso, vende parche curita en las calles en el intertanto, o se instala a ayudar en la feria en lo que sea. Es inquieto y busquillas.

Es admirable la armonía y la pulcritud de este hogar conformado por dos hombres cuyas historias están marcadas por el abandono y el esfuerzo.

Alfonso destaca por el empeño: “Nunca fui bueno para cocinar, pero desde el principio me hice cargo. El otro día hice porotos y me quedaron ricos”.

Y lo mejor es que se complementan maravillosamente.

Vamos de a uno.

ALFONSO: DE CONDUCTOR A SOLDADOR

Este colocolino es jubilado y con su pensión paga la mercadería y algunos pequeños “lujos” como el servicio de internet que le permite a él y a su compañero disfrutar de partidos y películas a gusto.

“Más adelante quiero poner un anuncio en la ventana ofreciendo mis servicios de soldador”, dice entusiasmado con la posibilidad de mejorar sus ingresos.

Más serio, Alfonso reconoce que la depresión le jugó una mala pasada.

Alfonso sufre de artrosis en la rodilla izquierda y perdió de la visión en su ojo izquierdo. Todo eso hizo que dejara de ser conductor del Transantiago, en la empresa Alsacia, oficio que desempeñó toda su vida. “También conduje camiones hasta Puerto Montt”.

El quiebre familiar con su esposa y sus cuatro hijos, lo trajo de regreso a Coquimbo, donde vivió con su mamá y un hermano hasta que ella murió a los 97 años.

“Traté de empezar una vida diferente, pero la depresión me la ganó. Yo tenía una renoleta y con un amigo íbamos a comprar verduras al Mercado de Abasto en La Serena. Un día venía manejando y veía a la gente con la cabeza alargada. Aún no llegaba la pandemia. Fui al consultorio de El Sauce donde me examinaron y me mandaron inmediatamente al hospital porque tenía desprendimiento de retina”, cuenta. Así perdió la visión del ojo izquierdo y no pudo volver a manejar.

Tomó entonces la decisión de comprar herramientas para soldar. “He hecho cobertizos, rejas de protección, igual me las arreglo”.

TRES AÑOS EN UN RUCO

Después de la muerte de su madre, su hermana vendió la casa y Alfonso quedó en la calle. “No supe más de mis hijos, pensaba que ellos me iban a buscar. Jamás les pedí ayuda, tampoco imaginé llegar a esta situación de no tener dónde vivir, pasé más de tres años en un ruco”.

Problemas de consumo nunca tuvo. “Probé la marihuana pero me angustiaba más. Mi ruco quedaba al bajar El Culebrón, donde hay unas canchas de fútbol. Hasta que alguien me dijo que fuera al Hogar de Cristo”.

Así lo hizo y en la hospedería de inmediato ofreció ayuda a la auxiliar de aseo. “Nunca he podido quedarme de brazos cruzados. Después, empecé a arreglar los camarotes con mis primeras herramientas, la bodega, el techo. Así fue que me pusieron como prioridad en la lista de Vivienda Primero”.

Posando como actores de película, Jorge y Alfonso son buenos vecinos en un barrio muy tranquilo.

Con Jorge se conocieron en la hospedería de Coquimbo, pero ya se habían divisado antes cuando estaban en situación de calle. “Jorge siempre me apañaba en todo lo que se me ocurría trabajar y por eso nos hicimos amigos”, explica.

JORGE: “SOY YO, MI MOCHILA Y MI CARNÉ”

“A mí me encontró un carabinero en un canasto en la puerta de un edificio, a los cuatro meses de vida. Yo me crié en el Hogar de esa institución por 18 años y desde que salí de allí, anduve siempre en la calle. Fueron 39 años”.

Nunca le llamó la atención ni tuvo inquietud por saber sus orígenes y la razón del abandono. “Yo soy mochilero, he recorrido todo el país y he estado en Bolivia, Perú y Ecuador. Soy un patiperro”.

Llueve, truene o relampaguee, Jorge se levanta todos los días a las 6 de la mañana y no sale de su pieza si su cama no está hecha.

“Yo podía haberme quedado en el hogar hasta los 21 años, pero a los 18 me fugué, porque estaba grande y quería mi libertad. En 39 años de calle jamás he pisado una comisaría, nunca he tenido vicios ni he tenido problemas con la gente ni con la justicia”.

Admite que en la calle, es otra persona. “Yo hago de todo, acarreo maletas, bolsos, limpio autos, vendo parche curita, nunca me falta. He vivido en hartos lados, en Santiago”.

-¿Y a qué atribuyes no haber caído en ningún vicio?

-Gracias a mí, poh. No me llama la atención. Tengo buenos recuerdos de mi estancia con los carabineros, tengo hasta su himno de ringtone en mi celular. Estoy mil por ciento agradecido, me dieron vestimenta, techo, comida y educación hasta séptimo básico. No me entró la materia, hice como quince veces octavo y no hubo caso. Si fui hasta la escuela nocturna y nunca saqué la licenciatura.

Dice que su familia está en esa casa compartida con Alfonso. “Soy yo, mi mochila y mi carné”. Ya está planeando salir de viaje pronto.

Jorge ha vivido siempre como un auténtico patiperro. Vivienda Primero es su primer hogar estable.

Ambos comparten el sentimiento de que el cambio de la hospedería a la casa propia (aunque en rigor no les pertenece) ha sido sideral.

“Allá habían peleas fuertes, discusiones. Acá somos solo nosotros dos y nos llevamos bien”, agrega Alfonso, quien después de haber trabajado 50 años, recién ahora se ha dado el gusto de dormir hasta más tarde. “Hacía frío y entonces me dije: quédate en la cama, has trabajado toda tu vida. Y me levanté recién a las dos de la tarde. En la hospedería a las 7 ya teníamos que estar en el comedor para desayunar”.

Es el beneficio de contar con una casa a la que realmente ellos sienten como su hogar.

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