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Viviendas compartidas: José, Ana y su segunda vida

Entre enfermedades, pobreza, duelos y silencios largos, José Antimán y Ana del Carmen Taura llegaron al Condominio de Viviendas Compartidas para Personas Mayores en Punta Arenas, administrado por Hogar de Cristo. En un país donde la soledad crece, el aislamiento se vuelve rutina y muchos mayores mueren sin compañía, su historia muestra qué sucede cuando la vejez deja de depender de la suerte.
Por Matías Concha P.
Diciembre 3, 2025

En Punta Arenas, el viento nunca se detiene. Cruza las calles, dobla las esquinas y se mete entre las casas recién entregadas del condominio de Viviendas Compartidas. José sale afirmado del brazo de Ana, cuidando que la ráfaga no la desestabilice; ella ajusta el chaleco, como si cualquier segundo pudiera volarse. Llegaron aquí después de años de abandono, buscando algo tan básico como urgente: un lugar donde no envejecer solos.

—Me ven bien, contando chistes, pero por dentro estamos hechos bolsa —dice José Antimán (65), sin bajar la mirada en la casa 3 del condominio de Viviendas Compartidas.

Ana del Carmen Taura (63) lo escucha en silencio. Son pareja hace 18 años. No tuvieron hijos. Ana crio a un sobrino junto a su hermano; cuando él murió, quedó sola cuidando a su madre hasta que también la perdió. Ese doble duelo la dejó sin casa, sin ingresos y sin nadie que pudiera sostenerla. Hoy ese sobrino, al que vio crecer, es tutor legal de ambos. A esa fragilidad se suman los diagnósticos: fibromialgia, artrosis, hipertensión, diabetes.

—Antes de llegar acá, era difícil sobrellevar la vida. La psicóloga me dijo que buscáramos una manera de distraer la mente, porque si no iba a terminar muy mal —cuenta José, sin dramatizar.

— ¿Qué hicieron?

—Me puse a contar chistes —dice—. La psicóloga me dijo que buscara una manera de distraer la mente, porque si no iba a terminar muy mal.

La historia partió como un escape y terminó siendo su salvavidas. Un día, viendo televisión, escuchó a Fernando Vergara, el humorista que interpreta a La Pola, gritar su clásica frase: “Cholo”. José la imitó solo para provocar una sonrisa, y la voz se le quedó. La broma creció. Lo llamaron de radio Carnaval y ahí encontró un espacio: primero en un programa de la mañana, después en uno infantil, y ahora aparece casi todos los días.

—Si no cuento un chiste, me siento raro —asegura, como si hablara de una receta médica.

Ana sonríe. Lo mira con un orgullo.

—Es verdad. Aquí todos lo conocen como el Cholo —dice.

José se acomoda en la silla, como quien se instala para improvisar.

—Los auditores ya me tienen cachado. “Ya, Cholito, cuéntate uno”, me dicen. Y yo parto. A veces Melón y Melame, a veces algo más suave… depende del público.

Cuando se le ve moverse así, ligero, cuesta imaginar lo que venían cargando. Durante años vivieron al día: meses en que no alcanzaba para comer, meses en que la angustia los paralizaba. A las crisis de pánico de Ana se sumaba el dolor crónico de ambos, noches interminables que en algún momento empezaron a teñirse de ideas suicidas: las de él y las de ella.

Y José no exagera. Chile tiene una de las tasas de suicidio más altas de Latinoamérica: en 2024 llegó a 10,3 por cada 100 mil habitantes. En personas mayores de 80 años sube a 15 por cada 100 mil. Los hombres, además, se suicidan casi cinco veces más que las mujeres. Las estadísticas no son números abstractos para ellos; son recuerdos.

—Esto pasa más seguido de lo que la gente cree. Aquí, en el condominio de Viviendas Compartidas, hay muchos mayores que pensaron en dar un paso al costado antes de llegar, si usted me entiende. Nuestra vida antes era dura: vivíamos en una pieza donde se escuchaban gritos y peleas, era violento. Ahora despertamos en silencio, se escuchan pajaritos. La primera noche casi no nos levantamos de la cama de lo felices que estábamos de vivir en un lugar tranquilo, sin miedo —cuenta José.

UNA SEGUNDA VIDA

Hoy ese lugar tranquilo tiene dirección, vecinos y hasta directiva. Es el Condominio de Viviendas Compartidas para personas mayores de Punta Arenas, un conjunto de casas pareadas, modernas y abrigadas, donde viven 24 personas mayores. Es un proyecto del Servicio Nacional del Adulto Mayor (SENAMA), administrado por el Hogar de Cristo. No es hospedería ni asilo: es barrio, comunidad y, sobre todo, casa propia después de una vida arrendando piezas.

—La experiencia de estar viviendo aquí en el condominio de Viviendas Compartidas ha sido excelente —resume José—. Desde el momento en que llegamos fuimos bien acogidos. Primero por Senama, y ahora por el Hogar de Cristo. También por los vecinos, hasta hemos hecho asados.

El modelo es sencillo y al mismo tiempo revolucionario para quienes llegaron sin nada. Cada pareja o persona vive en su casa, con su llave, su cocina y su baño. Pagan el gas de su propia vivienda y comparten, entre todos, los gastos de luz, agua y calefacción de la sede comunitaria.

—En comparación a estar pagando arriendo, lo que pagamos aquí es la nada misma. Ha sido un aporte fundamental para todos nosotros —explica José—. Antes cualquier imprevisto nos desarmaba el mes. A eso hay que agregarle que las señoritas del Hogar de Cristo, nos ayudan con los medicamentos, con los trámites, con mis dolores y los de mi Ana, nos alivianan la mochila.

La mochila, en su caso, no es solo económica. José trabaja hoy en un taxi que se estaciona afuera del condominio y a veces en un camión, aunque los médicos le dijeron hace años que tenía que bajarse del volante.

—Cuando me diagnosticaron la fibromialgia, el doctor fue clarito: “¿Te bajas del camión o te sacamos en silla de ruedas?”. Eso fue el 2013 —recuerda—. Pero uno fue camionero y esa cuestión no se va tan fácil. Yo tengo que estar detrás de un volante, sí o sí.

La realidad del cuerpo no siempre acompaña esa fuerza. Fibromialgia, artrosis, hipertensión, diabetes, meniscos rotos. Días en que a José le cuesta levantarse y otros en que es Ana quien se quiebra.

—Hace poco tuvimos que llegar con ella al hospital —dice—. Estaba con crisis de fibromialgia, con angustia y pánico. Es muy complicado. A mí me complica porque al verla así no sé qué hacer, y eso me pone tenso y me empiezan los dolores a mí también.

A veces el dolor solo se alivia con inyecciones de fentanilo. Ya el tramadol dejó de hacer efecto. Entre diagnósticos, licencias y fármacos caros, la idea de seguir pagando arriendo era simplemente imposible. Por eso este condominio es más que una solución habitacional. Es la diferencia entre vivir colgándose de un sueldo que no alcanza y poder destinar sus ingresos a la compra de remedios, a la comida, a lo básico.

—Aquí el tema económico nos ha favorecido a todos en general. Si yo tuviera que seguir pagando arriendo, no me daría el cuerpo para trabajar y pagar todo. Aquí por lo menos respiramos —dice José.

Magallanes no está ajena a esa realidad. La región tiene más de 1.300 personas mayores viviendo en pobreza extrema. El 27% vive de allegado y el 17,2% lo hace completamente solo. El condominio donde viven José y Ana es apenas un punto en el mapa, pero para ellos es el punto que les cambió la vida.

¡Se viene!

Muy pronto podrás conocer la historia de Venus, vecina del Condominio de Viviendas Compartidas. Por ahora, quédate con este adelanto: un video que emociona, un testimonio que te abraza y te invita a mirar de cerca su nueva vida.