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Marieta y María Elisa

Devotas del padre Hurtado, admiradas por la Mistral

Las ubicamos para que nos hablaran de sus recuerdos de niñas, cuando el fundador del Hogar de Cristo circulaba por estos antiguos barrios de Chuchunco. Pero, al final, más interesante resultó que ambas son sufridas madres chilenas, ejemplo de eso que la gran Gabriela considera: “obras de arte” en su amor por los hijos, sean como sean.

Por Ximena Torres Cautivo

4 Noviembre 2022 a las 12:59

Conozco a Marieta Sapunar (87) y a María Elisa Silva (82), sentadas frente a la misma mesa provista de té caliente y dulces empolvados, por la mañana, el mismo día.

Ambas son participantes del Programa de Atención Domiciliaria para Adultos Mayores (PADAM) de Estación Central y, como todos los vecinos otoñales del antiguo barrio Chuchunco, divisaron la santidad de un cura con sotana, a fines de los años 40, comienzos de los 50, del siglo pasado, cuando eran niños. Le pidieron bendiciones, medallitas, que les proyectara películas…

María Elisa lo recuerda mejor; a Marieta, en esos años, el padre Alberto Hurtado le pareció “como cualquier otro cura”. Se fascinó con él, más tarde, cuando él ya no vivía físicamente ni en el Hogar de Cristo ni en este mundo, pero el recuerdo de habérselo topado en su adolescencia, su profundo catolicismo debido a “mi crianza como niña de las monjas” y un feroz infortunio –el asesinato a balazos de su hijo en una esquina de Estación Central–, ocurrido hace décadas, la acercó tanto a él, que, ahora nos asegura: “Hoy es mi conviviente. Yo converso con él todo el día, le comento cosas, le pido favores. Y como estoy sola y nadie me escucha, no hay quién piense que estoy loca”.

El motivo de este té matinal es el aniversario número 78 de la fundación del Hogar de Cristo, ocasión propicia para que hablen de su creador, al que vieron pasar, pero, al final, sus historias de vida superan esos vagos recuerdos de niña. Juntas, cada una a su manera, resumen lo que la amiga y colega del padre Hurtado, nuestra Premio Nobel de Literatura, Gabriela Mistral, resume en su texto en prosa “La madre: obra maestra”.

A las dos les duelen sus hijos.

A Marietta, el hijo asesinado la quiebra, la parte, la derrota. La hace caminar por el duro camino de la pérdida de la fe. Del conflicto con Dios. Eso, mientras el que vive con ella, y es soltero y sin hijos, la desvela.

A María Elisa, el propio, la avergüenza. Pero, aunque consuma, se caiga de borracho en la calle, apeste con su desaseo la modesta casa en comparten la vida y se niegue a bañarse, a ordenarse, a trabajar, “porque tiene un mal mental que la pasta base y el trago han empeorado”, es su hijo. Carne de su carne. Y ella lo cuida con ahínco de madre primeriza, cuando a estas alturas de la vida debería ser ella la cuidada, la regaloneada, la reina de la casa.

Gabriela Mistral en ese texto sobre la madre de alguna forma habla de Marieta y María: “Es cosa de ver el primor con que sirve el desayuno de su rey bueno para nada; cosa de gozarle el cuidado que pone al peinarlo y vestirlo, usando en el hijo la coquetería que nunca antes puso en ella misma. Y es inefable seguirle el encantamiento con que vive su día entero, alindado su cuarto, alisando ropas estrujadas y volviendo válido lo viejo”. Y concluye con que “a nadie deslumbra la pasión de la mujer por el hijo, aunque sea la pasión que más dure”.

MARIETTA Y EL HIJO ASESINADO

Marieta tiene una historia de novela. Nació en la oficina salitrera Diego de Almagro, donde trabajaba su papá como pirquinero hasta que su madre enfermó y hubo que llevarla al hospital de Antofagasta.

“Antes de internarse, ella nos llevó a los tres hermanos donde las monjas de la Divina Providencia”, cuenta. “Ahí iban a dejar a las guaguas y a los niños abandonados. Eso yo lo vi. Las monjas nos cuidaron bien. Que no me vengan a decir a mí que hay religiosas desviadas, porque eso no lo vi. A mí me cuidaron de los 6 a los 15 años muy bien. La madre superiora y una monja que hacía el aseo y que, cuando me dio la alfombrilla, se desvivió por ponerme las compresas de vinagre y lograr que me sanara. Pero a los 15 años me subieron a un tren y en un viaje de tres días y dos noches llegué a Santiago”.

-¿Y qué fue de tus padres y tus hermanos?

-No los volví a ver hasta muchos años después.

En Santiago, dice, no sabía “ni donde estaba la puerta de donde vivía. Y yo di problemas. Imagínese llegar a un lugar y no tener a nadie conocido. Hubo peleas de niñas. Me encerraron en una pieza. Y después pasé al salón de deshilado, donde había como cincuenta niñas bordando”.

Bordadora fina, Marieta se convirtió en costurera, oficio que hoy sigue practicando. En su casa tiene una máquina Singer semi industrial donde pedalea, haciendo bastas y reparando jeans y otras prendas de ropa. A los 17 años, salió de las monjas, para casarse. Y nacieron sus cuatro hijos –tres hombres y una niña – y, con su empeño, logró comprarse la casa de fachada continua en la calle Temuco, en pleno barrio Estación Central, donde “convive” con su segundo hijo y el padre Hurtado. Al fondo del patio, hay una añosa higuera, suculentas diversas y el taller de madera el hijo que la cuida o que ella cuida… A la entrada de la casa, el hijo asesinado sonríe vestido de soldado en una foto que lo conserva en todo su juvenil esplendor. “Hoy tendría 54 años”, dice aún con resabios de la depresión que le produjo el asesinato y le duró cuatro años de oscuridad y de descreimiento. A ella, “la niña de las monjas”.

MARÍA ELISA Y EL HIJO PRÓDIGO

En la misma cuadra de la calle Temuco, vive María Elisa con su hijo pródigo –que se va a vivir a la calle y luego vuelve, cada vez en peores condiciones que la anterior–. Ahora mismo está en la casa, de espaldas al televisor, que suena a todo volumen con las vicisitudes de un matinal ruidoso e interminable, mientras un gato gordo se pasea sobre la mesa.

Viviana Aedo, la trabajadora social a cargo del PADAM al que pertenecen ambas, comenta que el hijo tiene consumo problemático de alcohol y pasta base. Esa es una preocupación permanente para su madre.

Ahora mismo, María Elisa debe ir al consultorio y, aunque vive con él, necesita de la asistencia de la dupla psicosocial de Hogar de Cristo para ese simple trámite, porque su hijo, con suerte, entiende instrucciones simples. Marietta, la amiga y vecina de María Elisa, la compadece y también intenta ayudarla, dándole pequeñas pegas. “A veces me pide que le ayude a pegar botones o a despegar cierres”.

La casa de María Elisa es más antigua, más sencilla y sin mantenimiento. “Yo nací en esta casa”, dice ella misma. Aquí veía pasar al padre Hurtado y le pedía que la bendijera, “porque nací empachada y tuve muy mala salud de niña”. Con mamá modista y papá albañil, vivió una infancia protegida por el celo de un padre estricto. No la dejaba circular sola por el antiguo Chuchunco. Este consolidado barrio de Estación Central entonces estaba lleno de chacras y huertos. “Había tomates, acelgas, de todo sembrado en los campos cercanos”, recuerda. Veinteañera, yendo de compras por la calle García Reyes conoció a Eugenio González, el que sería su marido “por todas las leyes” tiempo después. Hace 5 años, enviudó.

Hoy lucha sola contras los problemas graves de consumo de su hijo, y a sus problemas mentales. “Mi marido estaba muy afectado, sufría mucho por el estado del hijo”, comenta y agradece sincera y humildemente el apoyo del equipo del PADAM de Estación Central. Un programa que, en apariencia puede parecer poco espectacular. Pero que es extremadamente valioso para estas madres que, como decía la sabia Gabriela, son una obra de arte.

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