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Carmen Aldunate: “Soy como el Julio Iglesias de la pintura chilena”

4 Septiembre 2017 a las 18:12

Así se define la artista que este 7 de septiembre inaugura exposición a beneficio de Arte Ayuda, iniciativa de Paréntesis, fundación que trabaja con personas de extrema pobreza con problemas de consumo de drogas y alcohol. Los porqué de esta antigua colaboración los cuenta las pintora nacional más cotizada, “aunque los críticos me detestan”.

Por Ximena Torres Cautivo

“Una vez me invitaron a participar en una iniciativa que se llamó ‘Arte y Psiquiatría’, donde me tocó pintar la enfermedad más espantosa de todas, la esquizofrenia. Ahí me metí mucho en el tema, me la llevaba metida en El Peral, con el psiquiatra con que hacía dupla para el trabajo. Cuando miraba a los enfermos pensaba: ‘No quisiera esto para mí, por favor, que no me pase”, porque en mi familia hay mucho antecedente de locura. Yo vivo con psiquiatra y pastillas permanentes”.

-Y el arte, ¿ayuda?

-Es la mejor terapia. Si yo no fuera pintora quizás no estaríamos hablando ahora. A mí el arte me ha salvado de un par de situaciones bien feas.

Siempre supo que sería pintora. Su mamá y su abuela lo eran, “pero dentro de la casa, en sus talleres, porque en los tiempos de ellas, el que una mujer pintara era de lo peor. Muy mal visto. Las artistas eran todas una sueltas”, sentencia, soltando una de sus típicas carcajadas.

Carmen Aldunate (77) es suelta… de lengua, divertida y rotunda en sus juicios, como cuando dijo en The Clinic que a los mapuches hay que darles tierras y alambrarlas por fuera para que no jodan. “Ahora, cuando me piden entrevistas mis niñitas se apanican y gritan ‘No, mamá, no digas nada, no hables huevadas, quédate callada’. Es que esa vez que salí en el Clinic, todo Chile quería matarme”.

Sus niñitas son María José, pintora también, y Antonia, abogada que quiso ser artista pero su papá se lo impidió, porque “ya no aguantaba a una artista más en la casa. Quería una hija médico, arquitecto, algo tradicional, y a la pobre Antonia no le daban los puntos en la prueba. Le cargaba levantarse temprano, siempre decía que tenía 37,5 grados de temperatura y se quedaba en la casa, y yo la entendía; el colegio es una lata. Al final, entró a una universidad  privada, y estudió Derecho, y le ha ido regio”.

Carmen estuvo casada con el ingeniero agrónomo Juan José Romero durante 44 años, quien se volvió a emparejar y se ha librado de los pelambres de su ex mujer gracias al amor de ella por los animales. “Cuando una de mis perras se enfermó y estuvo al borde de la muerte, hice una manda: le juré a la Virgen María que si me salvaba a la perra, nunca en la vida hablaría mal del Coté”. Frida y Mafalda, unas caniches peludas, andan por ahí, mordisqueando zapatos, pero en realidad quizás están atentas a que su ama no traicione su promesa.

Ahora a Carmen la van a operar de una arteria. Es una intervención cardíaca mayor, programada para el 4 de octubre, casi un mes después de la inauguración de “Sin Título”, que será este 7 de septiembre en Las Condes Design. “Un mall, de acceso gratuito, sin la parafernalia de las galerías que intimidan a la gente, alejándola del arte”, dice. Se trata de 38 óleos, de formato mediano, con sus características mujeres, cuya venta irá en beneficio de Paréntesis, fundación del Hogar de Cristo que trabaja con jóvenes y adultos provenientes de contextos de pobreza y exclusión social con consumo problemático de drogas y alcohol. Mucho más que la operación, la aflige la noche de la inauguración, porque, aunque no se le note dado su notable desparpajo, es una tímida patológica. “Pero ahí estaré, porque me interesa ayudar a Paréntesis. Lo hago desde que existe, desde hace unos 16 años, cuando Paulito principió con esto”.

Se refiere a Paulo Egenau, director durante años de Paréntesis, hoy a cargo de la dirección social del Hogar de Cristo, hijo de “Juanito”, como llama a su profesor y amigo, el reconocido escultor Juan Egenau. “¿Conociste a Juan? Tú no sabes como era ese hombre: la bondad personificada, pero, al mismo tiempo, tenía esa cosa como militar, bien estricta, que a uno le daba horror enojarlo. Después de su muerte, seguí cercana a los niños y a Rebeca, su mujer. Haría lo que fuera por ellos. Por eso conozco muy bien el trabajo de Paréntesis y si hay algo que me gusta es el Hogar de Cristo. Yo comparto esa misión de ayudar y de oír a la gente”.

-¿Eres católica?

-Uy. Mi religión es bien de línea directa con lo trascendente. No voy a misa hace como 20 años y he dejado de confesarme porque se me han ido muriendo los curas amigos. Zañartu, por ejemplo, se fue. Ahora prefiero no confesarme para que no se me muera el cura -dice, carcajéandose.

Carmen, que es una de las artistas plásticas chilenas que más vende, cuyas obras forman parte del ideal decorativo de las casas chilenas de clase alta, sabe que nunca ha sido monedita de oro ni de los críticos ni de sus colegas. “A mí nunca me van a dar un Premio Nacional, como el que le dieron ahora a la fotógrafa Paz Errázuriz, aunque yo estaba porque se lo dieran a Luis Vilches, él ha hecho tanto, y tan bueno. A mí no me lo van a dar nunca, porque mi pintura es despreciada por los pintores y por la crítica. Así de simple. Me hallan repulsiva. Yo siempre digo que soy el Julio Iglesias de la pintura. No le gusto a los especialistas, pero le encanto al pueblo.

-¿A qué se debe esta diferencia, crees tú?

-A que mi pintura se entiende. A que sin ver la firma, desde lejos, se sabe cuando una obra es mía. Ahora está todo tan sofisticado; todos tan maleados con ver cosas extrañas y estúpidas, a veces bobitas; todos tan acostumbrados a hablar con equis, y griegas y zetas y celebrar el discurso que no se entiende, que lo mío no tiene cabida. Si yo sacara un par de bártulos a la calle, en dos patadas podría hacer una instalación que los críticos aplaudirían, pero a mí me gusta que mi pintura sea la que es, se entienda y la gente quiera tenerla en su casa.

En la preciosa casa de Carmen viven dos pintoras: ella y su nana Angélica, compañera de toda la vida, que pinta de día, mientras ella empieza a trabajar en la noche. Es un personaje clave en su vida, que “ha sido plena, y llena de historias”. Una sorprendente es la que surge cuando le celebramos sus intensos ojos azules, siempre delineados en negro, totalmente smoke eyes, como de modelo.

-¡No sabes, Ximena, lo malo que es tener los ojos azules! Es pésimo, sobre todo si eres mujer. Hace como 37 años fui a ver a Luco, mi amigo Luquito, que es oculista. “Luquito”, le dije, “tengo angustia en los ojos”. Esa era la única manera de expresar lo que me pasaba. Me hizo un montón de exámenes y luego empezó a regalarme chocolates y queso, por lo que me quedó claro que habían salido pésimos y no sabía qué hacer ni qué decirme. Cuento corto: tenía una enfermedad que les da a los viejos y que es más común en las mujeres de ojos azules. Son unas manchas en la mácula, la parte más clave de la retina, y yo las tenía a los 40 años y en los dos ojos. Inevitablemente iría perdiendo la vista. Vería por los lados vagamente, pero nada de frente.

– ¿Qué hiciste y cómo es que sigues viendo?

-Viví dos meses de desesperación, con la espada de Damocles de la ceguera sobre mí, hasta que Luquito me llamó para decirme que venía Allan Bird, un oftalmólogo inglés eminente a dar unas conferencias a la universidad y que había aceptado operarme sólo un ojo en una intervención absolutamente experimental. “¿Aceptas o no?”, me dijo.

Aceptó. La operó justo antes de que ella emprendiera un largo viaje por Egipto durante el cual fue sintiendo que su angustia de ojo desaparecía. Pasó a Londres, decidida a que le operara la angustia del otro, pero Bird se negó. “Le habían prohibido por ley hacerlo, porque muchos más habían quedado ciegos después de la operación que sanos; yo era una afortunada. Me dijo que quizás en Miami, un doctor gringo aceptaría intervenirme, pero también se negó. Al final, volví a Chile y obligué a Luquito a operarme. Ahora, al cabo de 40 años, veo por un solo ojo. En Argentina, tuve un tratamiento psicológico que le permite al cerebro acostumbrarse a ver por un ojo como si vieras por los dos. Así funciono hoy”, cuenta y comenta que en cada florero, frutero, en el rincón más impensado de su casa, hay anteojos y cajetillas de cigarros, porque fuma como china. Sólo en esta conversación de una hora y media, se despacha 5 puchos.

-¿Te asusta la muerte?

-Para nada. Lo que me asusta es eso que llaman “una larga y dolorosa enfermedad”. Yo quiero morirme de repente, en la operación o atropellada, de una buena vez.

Por ahora sigue pintando, fumando, haciendo trueques de pintura con sus amigos, donde se cuentan Benito (Rojo), Gonzalo (Cienfuegos), Bororo y unos cuantos más, disfrutando a sus nietos, queriendo a sus hijas que viven a pocas casas de distancia, y siendo una conversadora fascinante, sobre todo cuando repasa su vida, como su etapa de estudiante y mujer de un becario en la Universidad de California, en Estados Unidos. “Trabajé en las cosas más espectaculares. Fui lazarillo de una ciega que pesaba 120 kilos y medía dos metros. Era insólita. Le gustaba andar en bicicleta por el campus, con su bandera de ciega y conmigo detrás abriéndole paso y gritando Please, she’s blind. Y también adoraba nadar y tirarse clavados desde el tablón más alto de la piscina. Y yo aterrada lanzándome en bombita segundos antes y diciendo A blind is coming para que no le fuera a caer a alguien encima. Me pagaba súper bien, lo mismo que un millonario que tenía un zoológico. Yo era la encargaba de alimentar a los animales… -dice, muerta de la risa con sus recuerdos delirantes, que algún día debería escribir.

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