Callcenter: 600 570 8000Hogar de Cristo 3812, Estación Central, Santiago
Donar

Viviendas Compartidas: Aída y Venus, volvieron a tener familia

Entre arriendos desorbitados, piezas húmedas y noches de frío con varios pares de medias, llegaron al condominio de Viviendas Compartidas para personas mayores en Punta Arenas, administrado por el Hogar de Cristo. Sus vidas, antes marcadas por la culpa de “molestar” y el miedo a morir solas, hoy caben en una llave: la de una casa pequeña, blanca y tibia donde, por primera vez, son dueñas de su tiempo, de su silencio y de su música.
Por Matías Concha P.
Diciembre 11, 2025

SEn una mañana que parece de invierno incluso en noviembre, Aida abre la puerta de su casa en el condominio de Viviendas Compartidas, la número 17, como quien recibe a un viejo amigo. Tiene las manos tibias -la calefacción nunca se apaga aquí- y los ojos brillantes, como si cada objeto de su living todavía la sorprendiera.

-Pase, pase -dice, dejando que el viento patagón termine de empujar la puerta.

Así empieza la historia de dos mujeres que, por caminos distintos, llegaron al condominio de viviendas compartidas para personas mayores en Punta Arenas, administrado por el Hogar de Cristo. Un proyecto pequeño y silencioso que, sin hacer ruido, está cambiando la forma en que se envejece en Chile: casas propias, comunidad, calor, compañía. Para Aida y Venus, significa algo más íntimo: la primera vez en décadas que pueden respirar sin pedir permiso.

Aida Bahamonde (72) vivió buena parte de su vida en piezas prestadas. Primero con los papás, después con un marido celoso, más tarde con su hermana, en una relación que se fue estrechando como una pieza sin ventanas.

-Dos dueñas de casa en una casa no se puede -resume-. Llegó un momento en que reventamos. Mi hermana era muy autoritaria: no me dejaba prender la luz en la noche, no podía poner música, tenía que comer a la hora que ella decía. Me encerraba en mi pieza. Era como vivir siendo un fantasma.

Todo lo que alguna vez fue rutina -bajar el volumen, caminar en puntillas, pedir permiso hasta para mover una silla- quedó atrás el día en que recibió una llamada del SENAMA que nunca pensó que sería para ella.

-Me dijeron: “Estás beneficiada”. Casi me desmayé.

AIDA VOLVIÓ A SER AIDA

La primera noche en su casa fue una mezcla rara de euforia y miedo.

-Me acosté a las tres o cuatro de la mañana. Miraba las paredes, mi cama, mis cosas. No podía creer que podía poner música fuerte, que podía dejar la luz encendida si quería. Era alegría, pena, susto, alivio… Todo junto.

Hoy Aida dice que por fin “respira como Aida”. Ya no es la hija del medio que calla, la esposa que aguanta ni la hermana que incomoda. Es una mujer que abre su casa sin pedir permiso, que mueve los muebles donde quiere y que, a sus 72 años, siente que la vida le hizo un espacio digno. A ratos incluso se siente luminosa.

-Una vez una vendedora me dijo: “Señora, usted tiene una luz”. Yo pensé que me estaba leseando. Pero ahora entiendo… Debe ser eso: que me liberé.

ESTE LUGAR ES UN MILAGRO

A menos de quince metros de ahí, en la casa número 15 del condominio de Viviendas Compartidas, el viento empuja otra puerta. Venus Cofré (84) aparece como si ya supiera que la estaban esperando.

-Yo pensé que iba a morir sola -dice sin rodeos-. Por eso este lugar es un milagro para mí.

Antes vivía en una pieza fría en el barrio 18 de septiembre, en Punta Arenas. Un piso que amanecía embarrado, paredes que filtraban agua y una estufa que casi nunca podía prender porque el gas no alcanzaba para todo.

-Si encendía el gas, ¿qué comía? -pregunta, abriendo los brazos-. Me acostaba con dos pares de medias, dos pantalones, gorro de lana. El frío te muerde los huesos.

Tres años así. Sin luz a ratos. Alumbrándose con velas. Rogando de madrugada: “Padre, sácame de aquí”.

Hasta que sonó el teléfono

-De improviso me llaman y me dicen que estoy aceptada. Yo dije: “Esto es un error”. No podía creerlo.

La vecina que la acompañó a postular -Alejandra, a quien ahora llama su tutora- fue clave. Venus siempre lo menciona con devoción. A ella y a Dios, que para ella son casi parte del mismo engranaje.

-El Señor jamás me ha fallado -dice-. Tarda, pero cumple.

Cuando cruzó por primera vez el umbral de su casa nueva, sintió que estaba entrando a su sueño.

-Yo vi esta casa antes, en mi cabeza. Blanca, limpia, con calefacción, con luz. Y cuando entré dije: “Los milagros existen”.

Su primera noche fue igual de simbólica.

-Me acosté y no podía dormir. Miraba la ventana, el baño bonito, la cocina. Dije: “Esto es mío. Esto lo pedí yo”.

Venus vive sola. Su única hija murió hace 15 años. Por eso insiste, sin drama, que esta casa le salvó la vida. No solo por el techo: por la compañía.

-Un día me estaba asfixiando. Llamé a mi vecina: “Help, help”. Me llevaron al hospital. Volví a las cuatro de la mañana en el auto de unas hermanas. Todos estaban pendientes de mí. ¿Cómo no voy a estar agradecida?

En este condominio nadie se salva sola. Si alguien no tiene cama, organizan una colecta. O si un vecino no tiene qué comer, aparece comida. Si alguien está triste, tocan la puerta. Venus lo explica con simpleza.

-Es como volver a tener familia.