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La dupla clown que humaniza el Sótero del Río

Susana Alegría y Carola Garabano, psicóloga y trabajadora social, transformaron el clown terapéutico en una profunda herramienta emocional en el Hospital Sótero del Río. Desde Trapa-Trapa, un bosque donde cada árbol lleva el nombre de un niño que ya no está, relatan cómo convertir el dolor en memoria, la muerte en aprendizaje y el hospital en un lugar para reconectar con la vida.
Por Matías Concha P.
Junio 26, 2025

El sol y las risas se filtran entre las hojas de los árboles recién plantados. Susana Alegría y Carola Garabano, vestidas con batas blancas y narices rojas de payaso, caminan entre esos árboles nativos que son memoria viva. Cada uno lleva el nombre de un niño: Dylan, Dante, Daniel, como símbolo de vida que brotó después de la muerte. Este lugar se llama Trapa-Trapa, que en mapudungún significa lugar de paz, y es el rincón más sagrado del Hospital Sótero del Río, en Puente Alto.

—Este bosque es una manera de mantener viva la memoria de los niños que hemos acompañado y que fallecieron aquí —explica Susana.

Sonrisólogos nació en 2008. Sus creadoras son Susana Alegría (48), psicóloga española, y Carola Garabano (47), trabajadora social argentina que llegó hace tres décadas a Chile. Ambas estudiaron Técnicas del Actor Cómico en la Universidad Bolivariana, donde descubrieron el poder sanador del clown. Hoy son un referente en la humanización del tratamiento médico en Chile.

—Nosotras no hacemos risoterapia, no venimos a provocar la risa. Lo que hacemos es escuchar con atención y crear espacios donde las emociones surgen con libertad —aclara Susana—. A veces estalla la risa; otras, aparece la pena, el silencio.

Carola cuenta que fue en oncología pediátrica donde entendieron, por primera vez, la verdadera fuerza del clown. Allí se toparon con niños y familias enfrentando tratamientos duros, hospitalizaciones eternas, salas de espera que parecían no terminar nunca. Horas y horas de exámenes, de incertidumbre, de silencios tensos y miradas cargadas de miedo.

—La nariz roja nos permite entrar con suavidad en sus vidas. Lo primero que descubrimos fue que, cuando un niño está hospitalizado, pierde casi toda su autonomía: no puede jugar, no puede moverse, vive esperando resultados, exámenes, tratamientos. El clown les devuelve algo esencial: la posibilidad de elegir. Esa es nuestra misión.

DANIEL Y LA CADENA MUSICAL

La escena que lo cambió todo fue con Daniel, un niño hospitalizado en oncología pediátrica. Sostenía una melódica entre las manos, pero no quería solo tocarla. Lo que imaginó fue una secuencia, una especie de cadena humana en la que cada uno —su mamá, las payasas, la doctora— tenía un papel. Con voz clara y mirada segura, empezó a dar instrucciones. En esa sala blanca, rodeada de tubos y monitores, Daniel no solo jugaba: dirigía. Por un momento, él tomó el control.

–Tú, Capullo, le soplas aire a mi mamá –dijo, señalando a Carola.

Capullo es el personaje clown de Carola: energética, dulce, ingenua. Ella obedeció de inmediato y, como parte del juego, sopló aire en dirección a la mamá de Daniel, que se metió de lleno en la escena y empezó a girar una manivela invisible, tal como su hijo le había indicado.

–Después, Marucci, le tocas el hombro a la doctora –siguió, mirando a Susana.

Marucci, el clown de Susana, dio un paso adelante. Caminó hasta la doctora improvisando un pequeño baile. Solo entonces, cuando todo estuvo en su lugar, Daniel sopló su melódica.

–Fue él quien nos dirigió a todos –dice Susana–. Él armó la escena, puso las reglas. En un hospital, donde un niño no puede decidir casi nada, ese momento fue suyo.

–Nos dejó claro que no se trata de hacer reír. Se trata de estar atentos, de dejar espacio. Ese día fue él quien nos enseñó a hacerlo bien –agrega Carola.

-¿Qué pasó con Daniel?

Murió —responde Susana.

TRAPA-TRAPA

Daniel es uno de los nombres que hoy cuelgan en Trapa-Trapa. Su árbol crece entre otros tantos que llevan historias parecidas: niños que partieron, pero dejaron algo sembrado. A veces, sus mamás vuelven. Se acercan al tronco, riegan, revisan si hay hojas nuevas, si el sol está llegando bien. A veces traen a los hermanos. Les cuentan quién era Dylan, quién era Dante, quién era Daniel.

—No es una metáfora, es real —dice Carola—. Esos árboles son sus hijos. Aquí los vuelven a ver crecer.

Fue por ellos que, en 2021, junto a la organización Symbiótica, plantaron más de mil cuatrocientos árboles nativos en este rincón del hospital. Un pulmón para quienes no tienen casi nada: ni descanso, ni respuestas, ni tiempo. Desde entonces, Trapa-Trapa no solo es un memorial. Es también un espacio terapéutico: aquí llegan niños con permisos médicos, adultos en cuidados paliativos, mamás en duelo, funcionarios agotados. Reciben lo que el hospital no siempre puede ofrecer: un rato de silencio, de oxígeno, de humanidad.

—En oncología, la muerte está presente —dice Susana—. Pero también la vida. Y esa vida se honra con vínculos, no con negación.

Por eso hacen talleres con madres que han perdido a sus hijos, acompañan cirugías, sesiones de quimioterapia, internaciones psiquiátricas. Por eso se visten de blanco, con narices rojas, y no hacen shows. Porque no están ahí para distraer, sino para estar.

¿Cómo llevan la muerte de tantos niños?

Carola se queda en silencio unos segundos. No baja la mirada, pero se toma su tiempo. Susana se adelanta:

—Yo al principio me enfermaba. Literalmente. Después de una pérdida, me venía una baja enorme de energía. Me dolía el cuerpo. No sabía qué hacer con tanto dolor.

Con los años aprendieron a cuidarse, explican. A no llevarse todo a la casa. A sostenerse entre ellas, como dupla, como amigas.

—Entendimos que no podíamos hacerlo solas —dice Susana—. Ni física ni emocionalmente. Esto requiere mucho trabajo interno. Mucha honestidad.

—Y mucha humildad —agrega Carola—. Porque a veces uno cree que está fuerte, y no. En este trabajo no se puede andar fingiendo. Si estás mal, el otro lo percibe.

— ¿Van a terapia?

—Yo hago análisis —responde Susana—. Terapia larga, profunda. Porque una necesita saber cómo está para poder estar con otros. Si no, es imposible.

—Yo bailo, camino, subo cerros, escribo —dice Carola—. Cada una busca su manera. Pero el dolor no desaparece. Se transforma.

Lo han visto muchas veces: niños que mueren, madres que regresan cada año al Día del Recuerdo, profesionales de la salud que se quiebran sin avisar.

—Por eso creamos este espacio, Trapa-Trapa —explica Carola—. Para tener un lugar donde no haya que decir nada si no se quiere. Donde se pueda llorar, conversar, o solo respirar.

—Y también reírnos, si es que toca —agrega Susana—. Porque la alegría también es parte del duelo. No como consuelo, sino como forma de seguir conectados.

— ¿Han pensado en dejarlo alguna vez?

—Varias— responde Susana—. A veces uno llega a su límite. El cuerpo lo dice, el ánimo también.

—Pero seguimos. Porque este trabajo es también parte de nuestra vida. Chile, para mí, es este lugar. Sonrisólogos. Los árboles. El hospital. Yo no me imagino sin esto –complementa Carola.

Desde la ventana de la pequeña oficina donde conversamos se ve una hilera de árboles jóvenes. Cada uno con un nombre. Cada uno con una historia que no se borra. Afuera, el hospital sigue latiendo: timbres, urgencias, ambulancias, pasos apurados. Pero aquí, por un momento, todo se detiene.

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