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La batalla de Ruby por salir de la calle

Focos blancos la iluminan frente a las más de 300 personas reunidas en la Noche del Encuentro. Ruby se para en el escenario, respira hondo y mira a la multitud. Sabe que lo que está a punto de contar es duro, propio y, sobre todo, real. Se aprieta las manos y su voz se quiebra apenas empieza a contar lo que otros callan.
Por Matías Concha P.
Agosto 5, 2025

Cuando dejé de ser madre, cuando dejé de ser hija, cuando dejé de ser hermana, cuando mi familia me desechó, cuando todas las redes de apoyo a mí alrededor me dejaron de ver y pasé a ser algo inútil, no pude más y colapsé”, dice Ruby.

Su voz pesa en el aire. Luego mira el suelo, recuerda ese punto exacto: la caída al abismo. Es una caída lenta, silenciosa, y duele escucharla. Quedarse sin casa, quedarse sin hijas. “Quedarse sin uno mismo”, dice después, casi en un susurro.

“No era la primera vez que terminaba en la calle. Pero esta vez sí fue distinta, porque me di cuenta que ya nadie estaba para salvarme. Ni mi mamá, ni mi hermana, ni mis hijas, ni nadie”.

Esa noche, Ruby no tuvo a dónde ir. Su hija mayor, Antonia, con apenas 20 años, le dijo con una calma dolorosa: “Tienes que hacerte cargo de tu vida. No podemos seguir haciéndonos responsables de tus cagadas”.

Ese golpe fue más duro que cualquier otro. Ruby no recuerda bien los días siguientes. Los cuenta por las veces que casi se muere de frío y las horas que pasó despierta, esperando que el sol asomara. “Estuve como cuatro días sin dormir, a puro consumo, deambulando, fue como una pesadilla”.

Ruby mira a la audiencia, respira y sigue, sin adornos, sin vergüenza: “En mi estadía en calle pude ver y conocer otras realidades de mujeres: la menstruación, el frío, el hambre, el sentirte sucia y maloliente, el ver cómo te miran sin verte, cómo la droga te encadena”.

Pero su historia no comienza ahí, ni en esa sala llena de ojos clavados en ella. Su historia arranca muchos años atrás, lejos del micrófono y las luces, en un lugar pequeño, a la orilla de la playa, en El Tabo, Quinta Región.

LA ADULTEZ CAYÓ DE GOLPE

—Siempre faltaba plata. A veces no había para la micro, menos para ropa, menos para comida. Y nunca faltaba el frío —dice Ruby.

Su mamá, esquizofrénica; su papá, alcohólico, ambos con adicciones. Pero hay cariño. Hay lucha. Ruby y sus hermanos crecen entre crisis, alucinaciones, ausencias y, aun así, amor. Para ella, nada de lo que vino después le resulta completamente ajeno. Ruby lo cuenta con una claridad desarmante:

—Mi mamá, a pesar de todo, fue una luchadora. Nos crio como pudo, nos enseñó a ser fuertes, a no esperar nada de nadie. Nos enseñó a no avergonzarnos de lo que somos. Y mi papá… bueno, él era lo que podía ser. También dio lo mejor que pudo, con sus herramientas y su dolor.

La adolescencia fue apurada. Ruby quedó embarazada a los 17. La Antonia llegó a cambiarle la vida.

—Me entregué entera a ella. Era mamá a tiempo completo, trabajaba con mi hija en brazos y no pude terminar el colegio. A veces no tenía con quién dejarla. Mi mamá no estaba en condiciones y mi papá se perdía por meses.

Cuando nació Antonia, su primera hija, Ruby no tenía nada: ni cuna, ni ropa, ni pañales. Aun así, nunca le faltó lo esencial. En ese despojo, Ruby aprendió el valor de la fe de quienes no tienen nada y lo esperan todo.

—Antes yo no creía en Dios. Decía: si hay un Dios, debe ser un dictador, un hueón que se burla de nosotros. Yo sólo había visto el lado B de la moneda —recuerda Ruby—. Pero cuando la miré a ella, a Antonia, sus ojos me miraron y dije: Esto no puede venir de otro lugar. Si hay un Dios, es por ella.

Ruby trató de volver al colegio, pero se hizo imposible: no había con quién dejar a la Antonia. Su adolescencia terminó entre los brazos de su hija y la adultez cayó de golpe, sin aviso.

—Nunca me arrepentí. Fui mamá joven, sí, pero mamá a tiempo completo. Todo giraba en torno a Antonia.

—¿Y el papá?

—Mauricio tenía 19, 20 años… era cabro chico igual —dice Ruby—. Tenía sus propias luchas, también con la adicción. Yo, la verdad, nunca fui muy adicta hasta la muerte de mi papá. Pero él tenía un consumo más fuerte. Me refiero a mucho más que marihuana o alcohol. Hablo de pasta base, cocaína, cera, que es peor que la pasta.

Después llegaron Catalina, luego Paloma. Mauricio, su pareja de esos años, era también joven, pero la adicción se metió temprano en la casa.

—Fuimos familia igual, luchamos juntos. Vendíamos ropa en las ferias, trabajábamos donde se podía. A veces, él en construcción, yo en los negocios, siempre juntos, aunque nunca sobrara nada. La droga igual iba creciendo y desgastando, pero el amor era grande, por las niñas y por lo que habíamos intentado construir.

El verdadero debacle llegó con el terremoto del 2010. Perdieron el terreno donde vivían, frente a la parcela de la abuela, tras una serie de trámites y vacíos legales que otros aprovecharon. A los pocos meses murió el abuelo —la figura que de verdad sostenía a la familia— y después, su papá. En cuestión de meses, todo lo que mantenía de pie a Ruby y a los suyos desapareció.

—Mauricio tenía problemas de adicción, mucho más graves que los míos. Yo recién empecé a consumir después de la muerte de mi papá —explica Ruby—. Antes de eso, la droga era como un carrete, un pito para sentirme menos sola. Después de que murió mi papá, el dolor me tragó entera. No podía parar.

La casa se vino abajo, literal y figuradamente. Ruby y sus hijas quedaron sin techo, sin ahorros, sin certezas. La familia —ya golpeada por las pérdidas— se desmoronó. El duelo se volvió cotidiano y, para Ruby, la droga pasó de ser un escape ocasional a una rutina desesperada.

—Nos fuimos a vivir con mi mamá, que estaba pasando una época súper difícil con su enfermedad. Así que también caí en depresión. Me acuerdo que la única manera de levantarme de la cama era drogándome. Ya no existía para nadie: ni para Mauricio, ni para mis hijas, ni para mí. No podía cocinar, no podía reírme. Todo me molestaba, hasta las risas de las niñas. Eso aún me duele. A ese extremo llegué, a odiar la risa de quienes más amaba—revela, mirando hacia abajo.

El año más duro fue ese: uno entero consumiendo todos los días, sin pausas. Ruby recuerda el quiebre: estaba echada en una reposera, mirando a sus hijas jugar, hacer trucos en una tela colgada del techo.

—Las miré y pensé: no puedo dejar de amar lo que me hace ser yo. Lo único que he sido toda mi vida es ser madre, nada más. Si dejo de ser esto, ¿qué voy a hacer? ¿Quién soy?—dice—. Ahí fue cuando mi hermana me encontró. Mauricio intentó ocultar todo, pero yo le dije: Estoy enferma y soy drogadicta. No me saquen del barro, sáquenme del pozo.

Ruby le pidió ayuda a su tía, que dirige una casa de Remar: un lugar donde personas con consumo problemático pueden llegar con sus hijos, dormir, comer y buscar otra oportunidad. Ahí la recibieron, primero con una de sus hijas, la más pequeña.

LA CASA DE REMAR

—El primer año fue muy difícil. Comenzó la crisis con Mauricio, el duelo por mi papá, por mi vida. Pero trabajar ahí, para otros, me hizo bien —recuerda—. Jamás había trabajado tanto y no para mí, sin ver la remuneración. Pero veía el bienestar de mis hijas. Remar se hacía cargo de todo: escolaridad, ropa, comida. No puedo decir que abusan, todo lo contrario, fue una tremenda obra.

—¿Qué pasó con Mauricio?

—Él lo intentó, estuvo en tratamiento como tres meses, pero nuestra relación ya no daba más. La droga mata todo, sobre todo la relación de pareja. Ese vacío, esa decepción, cala muy hondo. Nunca pude volver a mirarlo como antes, nunca volvió a ser el padre de mis hijas, ni mi compañero. Lo amé mucho, pero ese amor no alcanzó.

Durante tres años, Ruby vivió en la casa de Remar, en Quinta Normal. Primero entró como una más, buscando ayuda. Después, terminó trabajando ahí, ayudando a otros a salir a flote. No le pagaban, pero en la casa nunca faltó techo ni comida para sus hijas. En medio de esa rutina, apareció Fabián, el papá de su cuarta hija, Victoria, su “regalo de Dios”, como le gusta decir.

—Fabián apareció en Facebook, nos conocimos, hubo conexión —cuenta—. Yo llevaba cinco años en abstinencia cuando nació la Victoria. Al principio, Fabián no consumía cuando estaba conmigo, pero con el tiempo le dejó de importar y lo hacía todo conmigo. Yo lo acompañé en su lucha con las drogas, traté de sostenerlo, de abrirle las puertas. Pero después entendí que uno no puede salvar a nadie. Que, en ese intento, te puedes volver a perder tú.

Vivir con Fabián fue un remolino. Ruby, con tres hijas adolescentes y una guagua, resistió hasta que el consumo volvió a tocar su puerta. Fue después del nacimiento de Victoria cuando recayó.

—No fue una decisión consciente. De pronto estaba de nuevo ahí, drogada, sola en el baño. Mi hija mayor, Antonia, ya en la universidad, y Catalina —de 16 años— tuvo que hacerse cargo de la guagua porque yo no podía ni levantarme. Eso fue devastador. Me vieron mal, deshecha, y fue un golpe para ellas —reconoce—. Ese día, colapsó todo y me echaron a la calle.

—¿Dónde se fueron?

—Me fui con Victoria, la más chiquitita, a Guerreros de Cristo en Santiago. Allá también estaba el Fabián, pero no podíamos estar juntos: nos pusieron en piezas separadas porque era una institución cristiana, estricta con sus reglas. El apoyo que me dieron ahí fue fundamental, sobre todo de Jonathan, uno de los encargados, que siempre trató de ayudarme más allá de su pega.

A pesar de los intentos, Fabián no logró mantenerse en el programa y terminó volviendo a la calle. Ruby quedó sola con Victoria, su hija pequeña, en un comedor abierto que también funcionaba como refugio para personas en situación de calle. El lugar estaba lejos de ser seguro para criar a una guagua y sus suegros le pidieron que se fueran a vivir con ellos.

Así llegaron a la casa de la familia de Fabián, en La Pintana. El ambiente era tenso, marcado por la violencia y las diferencias. Las discusiones no tardaron en aparecer, y ambos terminaron arrendando una pieza aparte, intentando reconstruir algo de estabilidad. Por un tiempo, todo pareció mejorar: sin consumo, con Fabián trabajando, Ruby intentó volver a empezar. Pero la recaída de él los arrastró otra vez a la violencia.

—Ahí pasó lo más fuerte: después de una pelea, en la que me defendí, lo apuñalé. A él no le pasó nada, pero me denunció y tuve que irme.

Entonces, Ruby perdió la custodia de sus hijas, y su hermana se hizo cargo de las niñas, cuidándolas mientras ella buscaba una nueva oportunidad para sanar.

—No peleé con mi hermana. Al contrario, entendí que si yo no estaba bien, ella debía proteger a las niñas, incluso de mí. Le agradezco con el alma que hayan estado ahí cuando yo no pude.

VOLVÍ A SONREIR

El quiebre con Fabián fue definitivo. La violencia, el alejamiento de sus hijas, la calle, Ruby lo recuerda sin victimismos:

—Empecé a dormir en la calle, en la entrada de la casa de una vecina, con la Victoria en brazos.

Fue en ese proceso cuando apareció la oportunidad de ingresar a un programa residencial del Hogar de Cristo, que acoge a mujeres víctimas de violencia. Literalmente, Ruby no tenía donde más ir.

—Cuando llegué al Hogar de Cristo, llegué rota. Sin fe, sin confianza, con una vergüenza tan grande que ni siquiera podía mirarme al espejo. Pero me recibieron como una persona, no como una carga.

Ahí, rodeada de otras mujeres que también venían de la calle, del dolor, de la adicción, Ruby empezó de nuevo: el vínculo con sus hijas fue lo más difícil de recuperar. Ruby lo sabe bien: el dolor más grande fue ver cómo Antonia, la mayor, se convirtió en “la mamá de sus hermanas”.

—A la Antonia la echó para adelante el dolor. Ella tomó el rol que yo dejé botado. Me costó mucho verla así, tan adulta, tan dura conmigo. La relación se rompió. Ella era la que organizaba todo, la que daba las órdenes en la casa. Yo, cuando volvía, era una más, no tenía ni voz ni voto.

El reencuentro fue lento y, muchas veces, tenso. Ruby reconoce que sus hijas ya no la necesitaban: tenían su mundo armado, sus propias rutinas. El proceso de reconstrucción fue hecho de pequeñas señales, de ir recuperando la confianza de a poco.

—Yo sabía que tenía que ganarme el derecho a ser mamá otra vez. Ya no era la que mandaba. Tenía que acompañar desde otro lugar.

“SOLO QUIERO QUE SEAS MI MAMÁ”

—Yo las veía cuando podía. Al principio, era difícil. Las niñas estaban bien, vivían con mi hermana, tenían todo resuelto. Yo sentía que ya no me necesitaban, que sobraba —cuenta, con ojos brillantes—. Pero igual iban a verme. Me llevaban ropa para la Victoria, me preguntaban si necesitaba algo. A la Antonia, aunque le costó, me llevó comida, me apoyó. Nunca dejaron de preocuparse por mí.

En el Hogar de Cristo, Ruby se reconstruyó paso a paso. Terminó la enseñanza media y, motivada por el apoyo de Red de Ayuda, postuló a una beca. Así entró a estudiar Trabajo Social en el Centro de Formación Técnica ENAC, donde aprendió a apoyarse en otros y a pedir ayuda. Gracias a eso, hoy vive en un departamento de casas compartidas —un programa del gobierno— donde paga arriendo, trabaja y estudia.

—Hoy, mi sueño es poder ayudar a otras mujeres, acompañar a quienes pasan por lo mismo que yo pasé.

Sus hijas, una a una, empezaron a volver. Catalina la apoya en el día a día, Paloma la visita de vez en cuando, y Antonia, la mayor, se mantiene cerca, sin cortar nunca el lazo. Fue justamente Antonia —que hoy también estudia Trabajo Social— quien le regaló una de las frases que más la marcaron:

—Mamá, yo no quiero que seas la mejor mamá del mundo. Solo quiero que seas mi mamá.

Ruby termina de hablar, baja el micrófono y se aleja del escenario. Por un segundo, nadie reacciona. Nadie dice nada, pero el aplauso que estalla después no es por protocolo. Es tan genuino como su historia.

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