Criando a un niño autista: la historia de Lucca y Javiera
2 Abril 2018 a las
16:17
Lucca tenía dos años cuando me di cuenta que no era como los otros niños. Él no hablaba nada –algo que no era tan raro, considerando que era el primer hijo y muy regalón- no hacía contacto visual, ni tampoco respondía a su nombre. Recuerdo que mi hermana, que en este tiempo tenía doce años, me decía “Javi, el Lucca no sabe cómo se llama”.
Por Javiera Gotelli
Desde ese momento, lo empecé a observar con un poco más de atención. A los 2 años y seis meses, lo matriculé en una escuela de lenguaje –peor experiencia en la vida- y, paralelamente, lo empecé a llevar al fonoaudiólogo, porque a esas alturas ya me preocupaba que no hablara nada. Ahí nos hicieron varios tests, y entre ellos hubo uno que me llamó la atención, se llamaba “M-Chat”. Por supuesto, llegué a la casa a averiguar para qué era y, tal como me indicaba mi intuición, era un test para diagnosticar autismo en menores no verbales. Desde ese momento, empecé a estudiar sobre el tema, pues me hacía mucho sentido que Lucca tuviera autismo, ya que tenía rasgos clásicos de este trastorno.
Dentro de mi investigación, me encontré con la macabra realidad chilena –que en estos nueve años no ha cambiado nada- y supe que era imposible encontrar un diagnóstico antes de los tres años, así que tuve que esperar hasta que los cumpliera para llevarlo a un especialista. Elegí irme a la segura y fui a Santiago, donde me derivaron donde una neuróloga que tenía mucha experiencia en el tema. Para mí, era sólo confirmar un diagnóstico que ya tenía claro, tal como le dije a la doctora mientras veía que intentaba encontrar las palabras para decírmelo.
Lucca tiene lo que se denomina “autismo clásico”, lo que en palabras simples quiere decir que es súper autista.
Después de eso, en octubre de 2009, me propuse como meta tener una vida lo más normal posible con Lucca, ya que es un error común en los padres de niños con autismo, el aislarlos aún más para no bancarse las pataletas que conlleva la condición. Yo hice todo lo contrario. Me empecé a armar de paciencia –un don que nunca había tenido- y procedía a aguantar las diez o doce pataletas diarias que le daban a Lucca cada vez que no quería hacer algo.
Debo reconocer que fui incluso un poco tirana, pues lo llevaba al centro en los horarios en que había más gente, o iba al supermercado y hacía la fila más larga en la caja, sólo para que se acostumbrara. Le repetía a cada rato, “Lucca, no me vas a doblar la mano. No conozco ningún niño que haya muerto por un ataque de llantos y tú no vas a ser el primero.” Recuerdo que la gente me miraba en la calle, con cara de odio muchas veces, por dejar que el niño llorara. Muchas veces me increparon por lo mismo, a lo que yo siempre respondía con alguna pesadez, pues mi paciencia era para Lucca y no para gente copuchenta.
Pasaron los años, y las pataletas disminuyeron. Lucca aprendió a interactuar con la gente sin problemas y paulatinamente fue aprendiendo conductas que han hecho nuestra vida bastante más fácil.
Hoy, Lucca tiene 11 años y es un niño autónomo que, como cualquiera de su edad, se viste, come y hace casi todo solo. También se ha convertido en mi mejor partner. Me acompaña a todos lados, vamos a la playa –su lugar favorito-, salimos a comer, viajamos, vamos al supermercado, a la vega, al parque, etc. Él no tiene interés alguno en hablar, pero encontró una forma de comunicarse mediante ruidos y gestos con los cuales indica lo que quiere, en caso de necesitar ayuda. Es un niño amoroso y muy cariñoso. Le gusta dar besos y jugar a las cosquillas; ir a las casas de mis amigos, a cumpleaños y un largo etcétera que, en un niño con autismo, es casi un imposible.
Hoy, dos de abril es el día mundial de la concienciación sobre el autismo, un síndrome que afecta a 1 en 150.000 personas a nivel mundial, y del cual en Chile se sabe poco y nada, gracias a un Estado que tiene en el olvido a quienes viven con esta condición. Quienes nos relacionamos directamente con ella, sabemos lo difícil que ha sido tener que ir aprendiendo solos, sin ningún apoyo, a punta de ensayo y error, para darle la mejor calidad de vida posible a nuestros hijos, ya que acá es imposible siquiera conseguir un diagnóstico claro en el sistema público de salud, una realidad que veo poco probable que cambie en el corto plazo.