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Hernán Rivera Letelier:

"Mi mujer dice que soy tan inteligente, que no sirvo para nada"

Lleva 45 años con María Soledad, la madre de sus 5 hijos, el escritor de las salitreras, limitado ahora a causa del Parkinson y de dos infartos recientes, pero desde siempre incapaz de aserruchar, cambiar un enchufe o hacer algo práctico en la casa. Conversamos a propósito de “El secuestro de la hermana Tegualda”, su más reciente novela, aunque ya tiene 3 escritas e inéditas y una cuarta por salir del horno. “Se llama Plegaria por un nuevo rico”, anticipa.

Ximena Torres Cautivo

11 Noviembre 2021 a las 09:27

“Me ha afectado en el hablamiento, no en la escritura; eso aún puedo hacerlo, con algunas fallas, nada grave, pero en el hablamiento, se me entiende poco”, dice el escritor Hernán Rivera Letelier (71), cuando le preguntamos en el programa “Piensa en Grandes” por los efectos del Párkinson que lo aqueja desde hace 7 años. Agrega: “Aún no me llegan los temblores, pero se me ha alterado el sueño. Me acuesto a la una de la madrugada para despertarme a las seis de la mañana, porque no logro dormir más de cinco horas corridas. Y se me ha vuelto el tranco lento”.

Dice que durante lo peor de la pandemia, no lo dejaban salir ni a comprar pan a la esquina. “Estuve más vigilado que el Chapo Guzmán, por mi mujer, mis hijas, mi hijo y mis nietas. Ni el tarro de la basura, podía sacar a la calle”, se queja.

Con un apéndice a su trilogía de novela negra recién presentado telemáticamente en la Feria de Autores de Santiago (FAS), “El secuestro de la hermana Tegualda”, el celebrado autor de joyas como “La reina Isabel cantaba rancheras”, “Himno del ángel parado en una pata” y “El arte de la resurrección”, reconoce que las novelas le salen cada vez más cortas. “Son como eyaculaciones precoces”, poetiza brutalmente. Y para darse “pelo”, dice que le pasa lo mismo que al escritor Phillip Roth. Durante el encierro, “eyaculó” tres obras que aún están inéditas. Y la que ya está publicada tiene sólo 107 páginas y es como la compensación a ese paso que se le está volviendo lento. El héroe de la acción, el Tira Gutiérrez, Recaredo, de nombre, el único detective privado de Antofagasta, debe recorrer la ciudad, a lo largo y ancho de la costa en una marcha acelerada y trepidante, guiado por los herméticos mensajes que le deja el secuestrador de su compañera de andanzas policiales y románticas, la hermana Tegualda.

Avanza desde el Paseo Prat a la playa El Cable y de ahí a las Ruinas de Huanchaca hasta terminar en la Animita Evaristo Montt de la ciudad del Norte Grande, que lo acogió cuando tenía apenas 10 años y era un niño desértico y huérfano de madre que sólo conocía la estéril vastedad de Atacama. “Antofagasta fue el puerto donde vi el mar por primera, y un árbol, y una flor, una maravilla. Aquí pasé parte de mi infancia y he vivido toda mi vida entre la pampa y Antofagasta. Este mi hábitat”.

El tira Gutiérrez camina desesperadamente las 107 páginas del libro y la chaqueta de cuero negro y las botas le pesan como un plomo. La chaqueta se le pega a la espalda, haciéndolo traspirar más que vedetto debutante. Y esa imagen de un héroe descreído, rudo pero bueno, esforzándose para salvar a su amada, es lo más parecido a la idea que se nos ocurre debe tener Rivera Letelier de sí mismo. Se lo preguntamos:

-¿Es el tira Gutiérrez tu alter ego?

-Sí, soy yo en la mejor etapa de mi vida, que está entre los 44 y los 50 años. Otra buena etapa es entre los 14 y los 19, mi adolescencia en un campamento en la pampa, que tenía seis calles, cada calle de tres cuadras, apenas. Lo pasé muy bien ahí entonces. Había fiestas todos los fines de semana, pololeábamos con tres o cuatro chiquillas a la vez. Fue una etapa muy linda.

Que ubique el inicio de su mayor esplendor en sus 44 años, no es trivial. A esa edad, en 1989,  publicó “La reina Isabel cantaba rancheras”. Llevaba 15 años escribiendo poesía con algún éxito a nivel local, pero la historia de esa prostituta de las salitreras “fea, estrambótica, pero digna y de andar aristocrático”, lo convirtió en un escritor de éxito. “Ella es la puta que me cambió la vida”.

El texto inicial de esa novela, cuya lectura no admite ni un suspiro y por eso no conoce el punto aparte, atrapa y traslada a la vida de los mineros en las extintas oficinas salitreras. Y tiene muy presentes la música, las películas y sus ídolos de infancia.

Su ídolo hasta ahora, el mariachi Miguel Aceves Mejía, al que llama en “La reina Isabel cantaba rancheras”, “Miguel a veces gemía”.

-Hay mucha influencia del cine mexicano en mis novelas. Yo era un fanático de esas películas. Cuando murió mi mamá y quedé solo en Antofagasta, me hice asiduo. Ya te dije que hasta llegar a ese puerto no conocía los árboles. Los vi ahí y después todas las noches en las películas de charros montados a caballo. Por eso se me quedó en la memoria “Ella”. Es la canción que canto en la ducha y que en el cine cantaba el mariachi Miguel Aceves Mejía. “Miguel A Veces Gemía”, como le decían los viejos en las minas.

El niño Hernán vivía solo en la ciudad y su papá, “el viejo”, que bajaba de la mina sólo una vez a la semana, apenas sabía de él y de sus andanzas. “Vivíamos en una casucha de lata detrás de la estación. Por las mañanas vendía diarios en el centro y en la tarde iba a la escuela. Iba poco; me convertí en un cimarrero empedernido”.

Llegó sólo hasta sexto de preparatorias, cuenta. Y no fue fácil ser huérfano.

-Cuando se muere mi madre, el sentimiento de orfandad fue muy fuerte. Mi viejo estaba en la mina y lo veía poco. Mi mamá era el muro que me separaba de la muerte. Al morir ella, me dejaron solo frente a frente con la muerte –dice con la voz quebrada.

-Aún te apena…

-Sí, pese al tiempo que ha pasado. Todo eso lo cuento en el libro “El ángel parado en una pata”. En “Santa María de la flores negras” hay una viuda, que la hice a imagen y semejanza de mi madre. Ella era alta, robusta, alegre, con la vista siempre al frente.

Muchas mujeres conocidas y queridas están en sus libros: la aludida reina Isabel; su mamá; una polola que inspiró a Uberlinda Linares de “Los trenes se van al purgatorio”, y que tiene el nombre de una primera polola, a la que “yo le decía Ubres Lindas”; una hermana evangélica de quien se enamoró siendo niño, inspira a Guacolda, la investigadora secuestrada de su novela flaca.

-Y tu mujer por más de 45 años, la madre de tus cinco hijos, María Soledad, ¿está encerrada en alguno de tus libros?

-Está en varios de ellos. Pero no tiene un nombre. Hay cosas de ella en varios personajes femeninos, como lo buena cocinera, lo trabajadora, lo aperrada…

-¿Lo paciente, porque no debe ser fácil vivir con un tímido agresivo, como te defines?

-Es difícil vivir conmigo, como pasa con todos los creadores –responde y se entusiasma con una anécdota que la define. Cuenta: -Un día estaba ella conversando con una vecina en el patio. Yo tenía la ventana abierta y ellas no se dieron cuenta de que estaba escuchando. La vecina le preguntó: “¿Qué se siente ser esposa de un hombre tan inteligente?”. Y ella respondió: “Sí, es tan inteligente, que no sirve para nada”. La María Soledad sabe arreglar enchufes, aserruchar, picar leña; yo no sirvo para nada.

LA ENJUNDIA DE YASNA

-Hernán, la temprana muerte de tu mamá, una niñez en soledad, la adolescencia como trabajador en las salitreras, la pobreza… Con esos antecedentes perfectamente podrías haberte perdido como tantos niños que nacen y crecen en pobreza. ¿Qué crees que te salvó y te permitió llegar a ser lo que eres?

Yo no tengo idea. No sé. Yo no tenía por dónde… Había llegado hasta sexto año básico. No leía. No conocía a ningún escritor. Empecé a leer pura basura. Lo más intelectual que leí cuando era joven fueron las Selecciones del Reader´s Digest.  A García Márquez lo vine a conocer a los 25 años, lo mismo que a Vargas Llosa, a Rulfo. A los 18 años, empecé a recorrer a dedo el país y la región y a escribir poesía. El 11 de septiembre no se pudo andar más a dedo. No sé qué habrá pasado. Así es que volví a las salitreras, pero no conocía a nadie que escribiera ni leyera. Me sentía como Toribio, El Náufrago. No tenía con quién hablar de poesía. De ahí pasé al cuento y luego a las novelas.

Antes del notable éxito de la reina Isabel, terminó séptimo y octavo básicos en la escuela nocturna. E hizo la enseñanza media en Inacap en formato dos años en uno. Dio la Prueba de Aptitud Académica y sacó uno de los más altos puntajes de la región.

Su papá, que  tenía 3 matrimonios a su haber, “era evangélico, pero no huevón”, sostiene Hernán, murió a los 69 años, un número que a él, a sus 71, le hace sentirse un sobreviviente. Más considerando una insólita emergencia médica con dejos de profecía que vivió hace dos años.

Aunque dicen que no le gusta hablar de la edad ni de los achaques, está anécdota lo entusiasma y disfruta contándola.

Hace dos años, planeó un viaje con un amigo a La Habana. Había estado el año anterior en la Feria del Libro de la capital cubana, donde por hacerse el lindo le dijo a una periodista que si pudiera elegir le gustaría morir en la capital cubana. De regreso en Chile, en una entrevista televisiva le preguntaron sobre la muerte y dijo que lo lógico sería morir a la misma edad que su padre, a los 69. Con estos antecedentes y un dolor intenso en el pecho, que atribuyó a un desgarro, se subió al avión. “En el vuelo se me pasó el malestar, pero al hacer el transbordo en Panamá, me volvió muy fuerte. Llegué a Cuba doblado de dolor, pasé la noche en el hotel y a la mañana siguiente, buscando una botica, encontré una clínica donde entré a pedir una pastilla. Me internaron al tiro, me hicieron un electrocardiograma. Estaba sufriendo un infarto. Por poco me despacho. Yo tenía 69 años, era el día del cumpleaños de mi viejo difunto y estaba en La Habana. Yo había vaticinado mi propia muerte”.

Estuvo varios días internado en la clínica, su familia se movilizó para ir a buscarlo y el día en que le daban el alta médica, vestido y emperifollado, “se me apagó la tele; me caí en la pieza. Era un segundo infarto. Al final, estuve como un mes internado en La Habana. Ahora estoy planeando volver para matar el chuncho”, sostiene el duro de matar, que en una de esas supera la centuria, como su admirado “don Nica”.

-Conocí a Nicanor Parra en la Ergo Poesía en 1984. Yo era un poeta premiado pero invisible. Había publicado varios libros. Zooliloquio, por ejemplo, es un poema que dice: Arrullé y me dieron de comer en la mano. Rebuzné y me aliviaron la carga. Ladré y palmoteáronme el lomo. Rugí y fui ungido Rey. Hablé… y desde entonces estoy solo. Don Nica leyó algunas de mis cosas, le gustaron. Me dijo, por Zooliloquio, “este poemita yo lo firmaría de mil amores”. Me invitó a su casa del cerro, en La Reina. Conversamos toda la tarde, pero no lo volví a ver. Soy tímido

Participa del sorteo de un ejemplar digital de “El secuestro de la hermana Tegualda” en el Instagram de Hogar de Cristo. Y escucha a Hernán Rivera Letelier este sábado a las 11 en Piensa en Grandes en radio Cooperativa.

Los críticos, en cambio, a veces, muchas veces, lo han ninguneado. “A diferencia de los españoles y de los de otros países, los críticos chilenos me enmierdan con ventilador. Pero yo nunca he escrito para ellos; escribo para sus mamás. No escribo para los sofisticados; escribo para el pueblo”.

-Y por el pueblo fue que te la jugaste en una postulación política a diputado, en 2005, por la Concertación. ¿Qué fue eso?

-Una ingenuidad mía. Yo no soy político. Soy un obrero hijo de obrero. Me metí de puro huevón pensando que podría hacer algo por la gente, pero no salí electo.

-¿Y cómo ves la actual campaña?

-Estoy oscuro, veo todo mal, aunque yo siempre camino por la izquierda.

-¿Quién es tu candidato o candidata?

-La Yasna me gusta, conversé con ella alguna vez, me pareció una mujer con mucha enjundia. Pero no soy político.

Lo suyo es escribir y a las ya declaradas tres novelas inéditas que tiene, agrega una cuarta, muy avanzada. “Me tiene muy satisfecho. ¿Te digo el título? ´Plegaria por un nuevo rico´. Y no te puedo decir nada más porque anticipar de qué va es mala suerte”, dice con su hablamiento dañado y su paso cansino.

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