José Francisco Yuraszeck SJ, Capellán General Hogar de Cristo
10 Febrero 2022 a las
21:37
La semana pasada, dimos a conocer en las redes sociales del Hogar de Cristo, dos testimonios distintos de migrantes venezolanos. El primero, Janghel Alexander Bello Torrealba (22), se encuentra en situación de calle en Iquique. El segundo, Ricardo José Rojas (24), trabaja de mesero en un restaurante y es peluquero callejero en sus días libres en la plaza que está frente a la Basílica Los Sacramentinos, en Santiago.
El primero ingresó al país de manera irregular por el paso fronterizo de Colchane. El segundo lo hizo en avión, gracias a un pasaje que le compró su hermano mayor radicado antes que él en Chile. Al primero no le importa vivir en carpa con tal de tener su comida diaria: “En Venezuela lo que falta es comida, porque allá casa tengo”, dice Janghel. Al segundo, lo que gana en Chile le alcanza para mantenerse, ahorrar y enviarle dinero a su familia.
Son dos realidades distintas pero un origen común. La diáspora venezolana ya suma a más de seis millones de personas dispersas por el mundo, principalmente en Latinoamérica. Pero lo que ha llamado mi atención de estas dos historias son las opuestas reacciones que generaron al publicarlas en nuestras redes sociales: mientras que a Janghel lo repudiaron e insultaron con los más odiosos epítetos, recordándole a cada instante que Chile “no es el Hogar de Cristo”, a Ricardo lo aplaudieron y felicitaron por el noble gesto de cortar el pelo gratis a sus compatriotas y a chilenos en plena plaza pública.
Cada vez que este tipo de situaciones ocurren, me pregunto sobre el país que estamos construyendo y, sin duda, prefiero al que acoge al amigo cuando es forastero, al que es como el Hogar de Cristo y pone a los más vulnerables primeros en la fila, que al que denuesta, escupe, estigmatiza y condena, haciendo pagar a los más –los justos–, por los menos –los que cometen algún delito o infracción.
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