24 Noviembre 2019 a las 14:04
Trabaja desde hace 12 años en el Hogar de Cristo en trato directo con las personas más marginadas de la región del Biobío: hombres y mujeres en situación de calle y con consumo problemático de alcohol y otras drogas. Es técnica en rehabilitación y conoce el dolor emocional y el trauma que arrastran las personas a las que trata, el que en el caso de las mujeres se acentúa por el rechazo social.
Por Ximena Torres Cautivo y Julio Vidal
Jenny Calisto (52) es pionera en prevención y rehabilitación en drogodependencia. Pertenece a la primera generación que estudió esa carrera técnica en la Universidad de Concepción y trabaja desde entonces con poblaciones vulnerables que presentan consumo problemático de alcohol y de otras drogas.
Partió dedicada a las personas en situación de calle en una región donde, de acuerdo a la Matriz de Inclusión Social del Hogar de Cristo, hay 871 hombres y mujeres que viven a la intemperie, sin protección ni refugio. De ellos sólo 34 personas cuentan con un programa de atención ambulatoria básica, el 96% restante lo hace literalmente “a la que te criaste”, profundizando muchas veces el consumo, que es una mala solución pero aparece como la única frente a la desesperanza y la exclusión. Son 12 años los que lleva Jenny en trato directo con la cara más dura de la vulneración y la pobreza.
Hoy trabaja en el Programa Terapéutico Residencial Villamávida, el más antiguo de la región del Biobío, que tiene capacidad para 52 personas y hoy acoge a 34 hombres y 6 mujeres, de extrema vulnerabilidad, de manera completamente gratuita. Llegamos hasta él por un sinuoso y verde camino, que conduce a la comuna de Florida, a 30 kilómetros de Concepción, en medio de bosques de pinos. En un enorme predio, se ubican estas casas de look setentero, donde Hogar de Cristo acoge hombres y mujeres desde los 18 hasta los 59 años. Parece una colonia de vacaciones, con una gran construcción de madera pintada color melón, con distintas secciones unidas por pasillos cubiertos que dan a jardines centrales. Hay muchos perros callejeros que acá se aguachan. Y están los acogidos, hombres y mujeres que circulan vestidos de manera deportiva y ahora mismo pelean por su derecho a jugar un partido de fútbol, lo que tiene ciertas reglas que hay que respetar. Es como el escenario ideal para grabar un reality show con nada de show y mucho de reality sobre historias cruzadas por el dolor, el trauma y la pobreza.
En la silenciosa y plácida capilla de madera, Jenny, la terapeuta, se confiesa: “Me ha tocado conocer procesos humanos tremendos, como el de un hombre adulto que tenía consumo severo de drogas y alcohol. Logró superar lo primero y manejar lo segundo, recuperó a su pareja. Poco antes de egresar, hicimos un paseo a la playa. Pese a ser de la región del Biobío, él nunca había ido al mar. Fue emocionante acompañarlo en esa experiencia y oírlo decir: ‘Ahora puedo morir tranquilo’. A mí me impresionó, pero mucho más impactante fue que, al cabo de un par de meses de ese paseo, murió de un cáncer fulminante. Ese fin de una vida me tocó mucho. Vi como alguien puede reconciliarse con su historia y sentirse feliz con algo esencial, como entrar en contacto con la naturaleza, conocer el mar”.
También recuerda a una persona transexual a la que le pegaban y la violentaban mucho en la calle. Dice: “Ella logró reducir su consumo. Aprendió a funcionar con cierta normalidad y finalmente venció a la calle. Fue capaz de reducir el riesgo y el daño a que se había visto sometida casi toda su vida. Hoy trabaja, tiene un departamento, vive bien”.
Jenny tiene una gran sensibilidad por el sufrimiento de las mujeres de calle. “Son mucho más complejas, más intensas que los hombres, porque nosotras somos más emocionales y sensibles. Agrandamos lo más pequeño, una cosita así, podemos transformarla asá. Tenemos unas sutilezas que los hombres ni se imaginan. Por eso, yo quería desafiarme y trabajar con mujeres acá”.
-Pero al final estás a cargo de grupos de hombres…
-Sí, no alcancé a estar a cargo de las chiquillas mucho tiempo. Esa etapa fue realmente desafiante, porque las mujeres somos madres, lo que en el caso del consumo de alcohol y otras drogas, despierta una sanción social tremenda, lo mismo que el llegar a la situación de calle. A las mujeres se les juzga con mucha dureza y eso se refleja en lo solas que se van quedando, a diferencia de los hombres. Por otro lado, las mujeres somos culposas. La culpa es una cruz femenina tremenda. Y eso se vive aquí a diario.
Son menos. Pero mucho más desafiantes en lo terapéutico. Y marginadas, discriminadas y con menos ayuda estatal. Sólo el 12,5% de las terapias que ofrece el Estado están orientadas a las mujeres y la capacidad de atención mensual de SENDA es de 798 usuarias, mientras que para los hombres es de 5.758, según datos 2018. Poco en ambos casos para la enorme necesidad que existe, pero irrisorio en el caso de las mujeres.
“Claro que hay un factor de desigualdad de género en esto. Las chiquillas con consumo requieren de un trabajo terapéutico más fino, porque son más criticadas y menos apoyadas por todos, partiendo por sus propias familias y por la sociedad toda”, dice Yenny, quien destaca entre sus logros una suerte de semáforo, que les ayuda a los participantes del programa terapéutico identificar las fases del consumo.
“AQUÍ TE LIMPIAN EL CHIP”
En Villamávida hay mucha palabra escrita por todas partes. Desde los deberes y derechos de los acogidos, que están impresos y colgados en la puerta de entrada, hasta las muchas reflexiones de las personas acogidas que buscan dentro de sí la fuerza para cambiar sus vidas.
Escribir sobre los miedos, los afectos, los sueños, las esperanzas, los amores, las fobias, es una manera de mirarse, les resulta profundamente esclarecedora. Leer esos letreros, esas cartas, esos mensajes, que están en las paredes de los dormitorios comunes, de las salas de terapia, de los distintos espacios de recreación y convivencia, iluminan sobre los duros procesos que se desarrollan en este rincón del Biobío.
El consejo es: “Toma una hoja de papel y escribe ahí tus dudas, ideas, problemas para que puedas verlas desde afuera y aclararte”.
Recorremos las dependencias leyendo en sus paredes lo que encierran los corazones de Villamávida y algunas de sus reglas de convivencia.
“Amigo/amiga: Yo sé de esos días tristes donde parece que la fuerza y la luz se extinguen por completo. Esos días en que las lágrimas llegan y la soledad persigue. En los que parece que todo está perdido, que no hay salida, que no hay caminos. Sin embargo, tú al igual que yo sabemos que no hay días que duren para siempre. El tiempo no se detiene, somos nosotros los que por desesperación, miedo o necedad, nos detenemos en él… ” (en la pared de un pasillo).
“Él/la residente tiene derecho a no ser discriminado en el tratamiento por razón de edad, nacimiento, raza, sexo, orientación sexual, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, y por lo tanto a que se le respete en su calidad de persona a través de un trato digno, tanto por el personal de servicio como por los otros usuarios” (en el acceso).
“Advertencia: El volumen de la radio debe ser moderado (10 máximo). Auto regularse” (en la sala de estar común).
“Hay que ser resistente, tenaz e invencible. Que hasta el universo se entere de que tú no sabes rendirte” (en una sala de terapia grupal).
“Tata, te amo” (en un dibujo infantil, colgado en un dormitorio de hombres).
“Yo me comprometo a hacer más” (en una sala de terapia grupal).
“No te juzgues por tu pasado; ya no vives ahí” (en un dormitorio de mujeres).
Las palabras sanadoras llenan paredes y cartas y cuadernos. Sirven. Lo mismo que los puchos. Acá se fuma mucho. En el mismo lugar donde ponen a secar las zapatillas, funciona el rincón de fumar. Ahí Víctor Beltrán Sáez (51), oriundo de Coronel, viudo, padre de dos hijas, auxiliar de una escuela de la zona cuenta su historia marcada por el consumo y la muerte de Sara, su mujer, en 2005 a causa de un cáncer al útero. Ese fue un tiro al alma que lo líquido. “Era mi amor, mi reina”. Distanciado de la familia de su mujer difunta, cayó en el consumo de alcohol. “Me porté mal y me tomaron mala”.
La familia de Sara lo culpó de su enfermedad y con el tiempo se fueron alejando. “Yo estuve un tiempo portándome mal, por eso me tomaron mala”. Víctor cayó en depresión tras la muerte de su esposa, comenzó a despreocuparse de sí mismo y de sus hijas, que ese tiempo tenían 11 y 15 años respectivamente. Ahora, tras años de abandono, intenta reconstruirse. “Llegué acá al programa después de una intoxicación por alcohol. Ahora el hígado no me funciona. Llevo 5 meses acá en el centro y 8 meses sin consumir. Me siento feliz y he conseguido mi pase para salir los fines de semana. Puedo visitar a mis hijas y mi nieto Martín de 4 años. La vida me ha cambiado en este tiempo. Antes era amigo con mis hijas, ahora soy su papá, eso querían ellas. Un papá que las acoge y las escucha”.
Víctor comparte con Jenny, la terapeuta, el amor por la jardinería. Y la pondera. A ella y al resto del equipo: “Todos los profesionales aquí son muy buenos, detectan cuando uno tiene ganas de consumir. Ahí evitan que salgas y te entregan herramientas para superar esos momentos de debilidad. Te ayudan a limpiar el chip”.
Si crees necesario apoyar a las personas vulnerables con consumo problemático de alcohol y de otras drogas, #Involúcrate aquí: