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Teresa y Víctor:

Dos extremos en la extrema Punta Arenas

Ella está completamente impedida; él se mueve y hasta cultiva un huerto. Ella tiene 69 años; él 85; ella vive en una población de viviendas sociales en lo alto de Punta Arenas; él en medio de una pampa con vista al Estrecho de Magallanes. Teresa tuvo 3 hijos, dos varones y Sandra, la menor. “Las mujeres sabemos cosas en que los hombres son inútiles”, dice ella, que es una conversadora nata, mientras él es muy mezquino de palabras. Ambos son parte del PADAM del Hogar de Cristo.

Por Ximena Torres Cautivo, desde Punta Arenas

29 Marzo 2023 a las 16:54

Las manos de Teresa Muñoz Bahamondes (69) se han convertido en dos garfios contrahechos e inútiles, pero ella como si nada.

La severa artritis reumatoide que la aqueja no la amilana ni le quiebra el espíritu. Además de estar completamente impedida al no poder usar sus manos, tiene atrofiadas las rodillas y las caderas, lo que la condena a mirar la vida desde una silla de ruedas.

Pero Teresa es dueña una fortaleza fundada en su irreductible fe cristiana. Y la palabra que más repite es “gracias”. Agradece a la vida; a su hija Sandra y a Henry y Alejandro, los otros dos que no están tan presentes, “pero uno igual está. El otro hijo no, porque tiene otro roce social, no se junta con nosotros”.

También agradece a su acompañante, Carlos Oyarzo Mancilla (60), que es su cuidador desde hace 23 años; a la técnico social del Programa de Atención Domiciliaria (PADAM) del Hogar de Cristo en Punta Arenas, Valeska Velásquez, que la visita regularmente y le lleva pañales y mercadería y conversación; a sus vecinos de la población Archipiélago de Chiloé. Y sobre todo a Dios.

Vive en un departamento social en un edificio de seis pisos. Muy blanco, bonito, revestido en siding, bien diseñado para las inclemencias climáticas de Magallanes. Las puertas de entrada convergen en un protegido patio interior techado, donde hay juegos infantiles y espacio para hacer vida comunitaria a salvo de la lluvia, la nieve y el viento. Su departamento está calefaccionado con gas de cañería, como casi todas las viviendas de la ciudad, y decorado, con colores alegres, cortinas de tul, grandes peluches. “Todo lo que usted ve aquí me lo han regalado mis vecinos. Ese mueble precioso, este sofá, la mesa. La tele me la compró mi hija, que en pandemia me suscribió a Netflix para que me entretuviera viendo películas”.

Conversadora, nació en Chiloé, que es un origen muy común entre los magallánicos. “Hay muchos que son chilotes o son croatas o son una mezcla de ambos”, dice Álvaro Rondón, jefe de operación social del Hogar de Cristo en Magallanes, quien nos acompaña en la visita a Teresa.

DIOS ME LO MANDÓ

Ella comenta que hizo el colegio en Talca. “Luego volví a Chiloé. En segundo medio, dejé el liceo de Ancud. Después surgió la posibilidad de venir a Punta Arenas. Llegué con mi esposo, que también era chilote. Tuvimos tres hijos, pero estuvimos bien poco juntos, porque él encontró otra novia y se fue”.

Entonces ella le prometió a su Dios que no tendría otro hombre, ni se emparejaría de nuevo.

Como madre sola, realizó todo tipo de trabajos para educar y sacar adelante a sus hijos. Fue nana, trabajó en “eso que se llamaba PEM Y POJH” y terminó trabajando en una pesquera. “Hacía desconche, moldeo, tramado”, dice en la jerga del oficio.

Allí conoció a Carlos Oyarzo Mancilla, de 60 años. Hombre tímido y de pocas palabras. Eran compañeros de trabajo y ahora él es su cuidador y acompañante.

–No somos pareja, no somos familia, simplemente vivimos juntos. Nos ayudamos el uno al otro –explica, mientras Carlos busca la silla de ruedas, porque, dado que hay un día radiante, habían planeado salir a dar una vuelta por el barrio. Explica Teresa: –Él me saca en la silla de ruedas. Salgo bien forrada, con gorro, parka, frazada, chal, para no enfermarme. Es que me ahogo aquí dentro. Necesito respirar aire fresco. Normalmente, vamos a comprar carne, porque él no entiende nada de carnes. Aprovechamos  la salida a la carnicería para dar un paseo por la población.

Después de la explicación pedestre, da razones más contundentes: “Carlos es para mí una bendición. Dios me lo mandó. Como dicen mis hijos, si él no estuviera, alguno de ellos tendría que dejar de trabajar para encargarse de mí. Cuando estamos sin plata, porque mi pensión se hace poca, él se las arregla como sea para conseguir algo. Sale a vender ajos o lo que sea. Es un hombre bueno”.

UNA VUELTA A LA MANZANA

La resiliencia de Teresa parte en su más tierna infancia. Cuando era una niña y estaba internada en Talca, recibió una pedrada en su ojo izquierdo. “Estábamos recogiendo ciruelas en el huerto del colegio y sentí el golpe. La directora del colegio no me quiso llevar al hospital. Temía que le hicieran un sumario. Me vendaron toda la cabeza, pero perdí el ojito completo. Después el doctor dijo que me quedaría totalmente ciega. Pero yo ya confiaba en el Padre y dije: Si he de quedarme ciega, ciega seré y lo seguiré alabando porque la fe la tengo dentro. ¡Gloria a Dios!”, exclama.

Luego, muchos años después. cuando la artritis la fue dejando impedida, su hija estaba desesperada. “No sabía qué hacer conmigo, porque llegó un momento en que yo me arrastraba, no me sostenía en pie. Es muy duro cuando empiezas a necesitar pañales y de otros para hacer todo, porque te has vuelto una persona postrada, impedida. De verdad, yo estuve un año arrastrándome. No me querían recibir en el hospital, porque no había camas. Ahí mi hija supo que existía el Hogar de Cristo para ayudar a personas como yo. Y lo hicieron de inmediato, no se demoraron nada y siguen viviendo hasta ahora. No es sólo que me traigan pañales y alimentos, es el amor y el respeto con que me tratan. Nunca vienen con malos modos, siempre son cariñosos, y uno en el estado en que está, eso es lo que más necesita: compresión, buen trato, amor”.

Teresa valora sobre todo la incondicionalidad. La que le demuestra Carlitos, quien tiene destreza de paramédico para moverla, para lograr que se pare y pase de la silla fija a la de ruedas y la de ruedas a la silla y de ésta a la cama. Y la que ha logrado con el equipo del PADAM, en especial con la técnico social Valeska Velásquez, que la arropa, la cuida y la ayuda, con el mismo esmero de Carlitos a cruzar la pasarela que la lleva en su silla de ruedas a respirar el aire magallánico que llena los pulmones y el alma en este barrio que se llama Archipiélago de Chiloé.

MIENTRAS AFUERA LLUEVE

El Programa de Atención Domiciliaria para Adultos Mayores de Punta Arenas tiene 40 participantes. Una es la bendita y bendecidora Teresa, a quien dejamos frente a la carnicería del barrio. Otro, muy distinto, es el solitario Víctor Ruiz de Giorgio (85).

Lo encontramos en su mediagua con vista privilegiada al Estrecho de Magallanes, ubicada en medio de una pampa ventoleada, donde viejos conocidos de sus años de buzo y mariscador, le han permitido levantar una pieza, que le construyeron varios voluntarios. Él responde a los dueños del sitio, que tienen una casa cerca, cuidando una alicaída huerta y haciendo trabajos menores.

A diferencia de Teresa, que adora la conversación, Víctor es renuente de palabras.

Hoy está algo más expansivo y, cuando se larga un chaparrón, nos ofrece la protección de su pieza, la que al cerrar la puerta, incluso de día, se vuelve una boca de lobo. La lluvia toca el piano sobre el techo de zinc y las ráfagas parecen decididas a quitarle el piano a la lluvia. Es fácil imaginarse lo duro que debe ser el invierno para Víctor. No cuenta con baño, ni luz eléctrica. Tiene una estufa a leña rústica y una radio a pilas con una lucecita, que es lo que lo ilumina de noche. Hay una cama, una mesa y dos sillas.

–A don Víctor no le gusta salir. Sólo baja a la ciudad cuando tiene que cobrar su pensión, realizar algún trámite de urgencia o acudir al CESFAM. A veces cena en la casa del matrimonio, que son dueños del sitio. Tiene buena comunicación con la señora, la que en algunas ocasiones lo acompaña a sus trámites. Hay días en que consume sólo alcohol y se distancia del mundo, lo que lo lleva solo a comer pan y tarros de conservas –explica Valeska, que es extremadamente respetuosa con él.

Tal como nos habían advertido, Víctor habla poco y cuando lo hace su voz es casi imperceptible. Así, logramos que reviva algo de su historia.

–Mi papá era buzo. Yo fui pescador, en la época en que se podía pescar de todo: íbamos a la cholga, a los pescados. Yo hace muchos años, por el año 73, arreglaba las trampas para las centollas. Ahora ayudo a sembrar aquí: lechugas, repollos, que salen rápido, no así la alfalfa, que se tarda. Yo fui al colegio hasta el cuarto básico. Después hice el quinto de preparatorias y seguí hasta el segundo de humanidades. Hasta ahí nomás llegué.

Cuenta que fueron 6 hermanos pero que no ve a ninguno. Que no tuvo hijos. Que está solo. Y cuando para de llover, casi granizar, y dos arcoíris cruzan en cielo, él para de hablar. Prende la radio y se mete en lo suyo.

 

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