Son una pareja dispareja. Tanto en años como en centímetros. Manuel Ramos tiene 84 y Marisa Belliazzi, su esposa, 56. Él mide un metro 78; ella apenas se empina sobre el metro y medio. Pese a estas diferencias visibles, tienen afinidades, coincidencias y sinsabores profundos en común.
Viudo él, padre de 3 hijas a las que crió como pudo y con 2 hijos de relaciones posteriores; madre soltera ella, con una hija en Valdivia, hace 15 años, empezaron a convivir y hace poco más de un año se casaron. “Fue una patrona mía la que salió con la idea y como que se la impuso a él”, cuenta, risueña, Marisa. Manuel descuelga la foto de matrimonio, el que celebraron por todo lo alto en la sede vecinal el 20 de abril de 2024. Aunque los vecinos compartieron con ellos, ningún hijo, nieto ni familiar asistió al evento, lo que revela un dolor común: la soledad de las personas mayores.
Manuel Ramos y Marisa Belliazzi son dispares de edad y de estatura, pero en todo lo demás la afinidad los llevó a casarse hace un año y medio, tras 15 años de convivencia.
Bien instalados en el comedor de su pequeña vivienda, primorosamente pintada color azul añil, declaran con solemnidad otra gran dificultad que comparten:
–No sabemos leer ni escribir. Ninguno de los dos. No aprendimos.
Ella se explaya en el tema, cuando nos muestra su móvil y el limitado uso que le da. Dice:
–Si usted me manda a hacer unas letras, no doy ni para allá ni para acá. No sé escribir, salvo mi apellido. Eso lo sé hacer, porque de niña me tuvieron un día entero practicando y lo logré. Mi papá me dijo: “Te vas a sentar en la mesa y no te me vas a mover de ahí hasta que sepas anotar tu apellido en un papel”.
Obediente, llenó entero un cuaderno con la palabra “Belliazzi”, pero Marisa no fue parte de la tarea, así es que sólo sabe escribir su apellido. Eso es todo.
Manuel la mira, amoroso, y la llama “hija”. Cuando ella termina con su recuerdo, él revive los suyos:
–Yo solamente sé firmar. Leo una que otra palabra, juntando las letras con mucho esfuerzo. No es que lea de corrido, me cuesta mucho. Yo no me eduqué. Nunca fui a la escuela, porque me quedaba muy retirada. Habría tenido que ir de a caballo, y no tenía. Soy del interior de Ovalle, del sector La Junta, donde se unen los ríos Rapel y Hurtado. Era el mayor de cuatro hermanos y tenía que ayudar a mi mamá, que era sola. Empecé a trabajar en el campo de los patrones desde muy niño.
Después, su madre se casó. Manuel tenía 13 años cuando decidió irse de la casa.
Partió al norte. Trabajó en el campo y en la minería. Y de regreso a su tierra natal, se casó en Monte Patria. Buscando mejores horizontes, él y su mujer partieron de nuevo al Norte Grande y fueron llegando las hijas.
Manuel Ramos dice que ha invertido como 300 mil pesos en dejar la casa en comodato donde viven habitable y acogedora.
Fue en Arica, donde se produjo la gran desgracia.
Manuel tiene talento narrativo y, paso a paso, cuenta cómo fue que quedó viudo con tres hijas a su cargo.
“Yo trabajaba fuera, así es que me ausentaba de lunes a viernes. Los fines de semana cultivaba el gran tomatal que tenía en mi casa, del que obtenía ingresos extras. Fue a partir de eso que se produjo una doble infidelidad, una historia de engaño y ambición. Mi mujer se metió con un hombre que empezó a vender mi cosecha de tomates. Como ella supo que yo la descubriría y que me tendría que dar explicaciones, simplemente se quitó la vida. Nuestra hija menor tenía 5 años entonces.
“Todo pasó la noche en que Martín Vargas peleó por el título mundial de boxeo en la categoría minimosca. Chile estaba pendiente de lo que sucedía en Japón. Fue el año 1980. Yo fui a ver la pelea y no se me escurrió lo que ella haría. Al volver a la casa, pese al perfume de la maracuyá que había en una ramadita a la entrada, me golpeó el violento olor del veneno. Ella se había tomado una mezcla de agua y del fertilizante de los tomates. Cuando llegué, estaba agonizante. Nada pude hacer”.
No le resultó fácil ser mamá y papá. Al final, cuenta, tuvo que internar a sus hijas en un hogar de niñas. Hoy, no tiene ninguna relación con la mayor ni con la del medio. “Yo luché, luché, luché. Las cuidé. Hice lo mejor que pude”, afirma, con amargura. Se consuela porque con la menor sí mantiene un buen vínculo. Lo mismo que con los dos varones que tuvo de otras dos relaciones posteriores.
Marisa insiste en lo complejo que fue para ella la escuela. “Mi cabeza no me daba para ningún lado. Siempre me dijeron que tenía un trauma en el cerebro, así es que dejé de ir, porque, por más que trataba, no aprendía nada. Sin saber leer ni escribir, me las arreglo preguntando. Así me las agencio cuando salgo a la calle”.
Manuel Ramos y Marisa Belliazzi se casaron en abril de 2024 en la sede de la junta de vecinos de Tierras Blancas, Coquimbo, donde viven desde 2023.
Nacida en Valdivia, a los 21 años, fue madre soltera. Con su hija, llegó al norte a trabajar. Eran empleos informales. Como nana o aseadora. Fue, cuando trabajaba en una pensión, que conoció a Manuel. Después de un par de semanas, un fin de semana, “él me invito a pasear a Vicuña”.
Manuel agrega: “Tomamos una micro, nos bajamos en la plaza, nos servimos unas bebidas y dimos una vueltas por el pueblo. Había un negocito donde vendían ropa y yo le dije: Hija, cómprese un vestido. Dese un gusto, yo se lo regalo”.
Así partió todo. Ella cuenta que ha sido una buena relación. “Manuel es un hombre bueno. Nunca me ha levantado la mano, por la gracia de Dios. A mi hija él no le gustaba, porque en ese primer tiempo tomaba mucho. Ahora ya no lo hace; lleva más de diez años sin probar un trago. Cuando hace un año llamé a mi hija para preguntarle qué le parecía que nos casáramos, estaba de lo más feliz”.
Su hija le ha dado tres nietos, dos mujeres y un hombre, de los que vive pendiente. A las fotos del matrimonio, se suman decenas de fotos familiares que adornan las paredes del pequeño comedor. Allí están están hijos y nietos lejanos.
Es la distancia con los afectos lo que más le duele a esta pareja.
Juntos, hoy comparten la vida con toda suerte de apreturas. Hasta hace poco vivían en el sector de Las Compañías en La Serena, en una casa arrendada, en muy malas condiciones. Desde hace un par de años están en Tierras Blancas, una localidad del nororiente de Coquimbo. Viven en una casa esquina, adscrita a la modalidad de viviendas en comodato para adultos mayores en situación de vulnerabilidad. No pagan arriendo, pero no les pertenece. No es heredable. Cuando él muera, pasará a otra persona mayor. Quienes la ocuparon antes, la tenían en franco nivel de deterioro y con una deuda por retiro de basura, que Manuel no sabía cómo resolver.
Afortunadamente, cuentan con el programa de apoyo domiciliario para personas mayores del Hogar de Cristo, que opera justamente en este sector de la ciudad. Llegaron a ellos, a Manuel específicamente, en octubre de 2023, debido a la demanda de ayuda que hizo la asistente social de la junta de vecinos a la fundación.
Un dato alentador que indica que el tejido social está firme aquí en Tierras Blancas.
“Aquí estamos ahora, muy cómodos, pero hay que mantener la reja siempre con llave. Ha habido un par de episodios de balaceras tremendas, a pleno luz del día. Es que el tema de las droga está muy metido en los barrios”, se lamenta Manuel.
Vivir encerrados, solos, sin contacto con la familia, es lo que más lamentan. Y los problemas de salud. Marisa tiene diabetes. Y Manuel, por su edad, sufre varias dificultades.
–Cuando vivíamos en Las Compañías me caía todos los viernes. No sé por qué pasaba algo tan raro. Todos los viernes, sin falta. Me dolía el cerebro y se me daba vuelta el mundo. Veía turbio y me tenía que afirmar de lo que fuera. El doctor me dijo que podía ser problemas al oído medio. Me dijeron que me iban a llamar, pero de eso ya va más de un año.
–¿Cuáles creen ustedes que es el problema más grave que sufren las personas mayores?
–Creo que lo peor es cuando uno ya no puede salir solo para afuera. Ese temor hace que los años se te vengan encima de un paraguazo. Yo me doy ánimo para salir, pero me da susto y me canso. Ahora el doctor me dice que todos mis achaques podrían ser a causa del corazón.
A propósito del corazón, tanto Manuel como Marisa, que es joven, pero tiene problemas de salud, como la diabetes descrita, sufren por no estar junto a sus hijos y nietos. Cuentan que hicieron un esfuerzo y viajaron juntos a Valdivia. “Ella me invitó a su tierra del sur. A ver a su hija y a sus nietos. Fui por ir a mojarme y a conocer. Me gustó mucho y resulta que no me tercié con la lluvia, sino con los calores”, dice, entre risas, Manuel.
Conversar, socializar, compartir una taza de té, ir al bingo, participar de la Junta de Vecinos cercana. Esas son actividades que los Ramos Beliazzi valoran infinitamente.
“¿Por qué no vienen todos días?”, nos dicen, cuando nos vamos, después de haber estado más de una hora conversando. La propuesta es coherente con la valoración que tienen del equipo del Hogar de Cristo que los visita regularmente.
Manuel Ramos, de puro amoroso con su mujer, Marisa, a la que llama “hija”, decidió tener piezas separadas.
–Aquí en esta casa había una deuda de basura de más de 300 mil pesos. La señorita Valeska del Hogar de Cristo me ha ayudado mucho con el papeleo para regularizar ese asunto. Yo no podía pagar una deuda que no me correspondía y ella me ha asistido con el trámite. Recuerde que yo no sé leer ni escribir. También es un tremendo apoyo la caja de mercadería mensual. Y el juego de ropa de cama que nos regalaron, aunque ahora dormimos en camas separadas.
No es por falta de cariño, precisan, llenos de risas.
“Es que yo, como soy viejo, duermo menos horas y en la noche la perturbaba mucho que tuviera la tele prendida hasta tan tarde. Así es que un día le dije que me iba… pero apenas unos metros. ¿Cierto, hijita, que el cambio ha sido para mejor?