Rafael San Martín (46) es un hombre moreno, alto, fornido. Viste impecable ropa deportiva. Podría ser profesional de una minera o de una viña aquí en la ciudad de La Serena. Habla claro, se expresa y se ve bien. Tiene humor. Es inteligente.
Pero en su mochila –metafórica y literalmente– carga con las consecuencias de la pobreza y de la vulnerabilidad. De una parte importante de su vida viviendo en la calle. Muestra de ello son tres distintos tipos de inhaladores broncopulmonares que anda trayendo.
–Este es el bromuro de ipatronio, que le dan a las personas con cáncer al pulmón. Este otro es el salbutamol, lo uso cuando estoy muy ahogado, muy urgido, porque a mí me dan taquicardias. Tengo que usarlo cada seis horas. Y está este otro puff para caso de SOS. Es más lentito en la tarea de expandir los pulmones.
Fue en 2017. Una tarde, cuando llegó como usuario habitual de la Hospedería Betania de La Serena, el personal de un operativo médico le preguntó si quería hacerse el test de TB. “Respondí que sí, me lo hicieron y salí positivo. Tenía tuberculosis. Yo entonces no sabía qué era una crisis de abstinencia y acepté que me llevaran al hospital a tratarme por la TB. Estuve como diez días, pero me arranqué. Cada vez que me internaban, me arrancaba. Nadie que no haya sido drogadicto conoce la ansiedad que provoca la abstinencia de las drogas. La desesperación. La angustia”.
Rafael San Martín en la Hospedería Betania de la Serena, la que cerrará sus puertas en septiembre. En ella, encontró la ayuda que le permitió superar su adicción. Hoy colabora en lo que puede.
Estuvo como cuatro años en esa situación. Con un diagnóstico claro, pero la imposibilidad de tratar la enfermedad. La droga era más fuerte. Actualmente, la antigua tisis, que creíamos superada, ha regresado. Hoy de entre cada cien mil personas, 14 la padecen en el país. Esa prevalencia se concentra entre quienes viven en calle.
La pandemia por COVID-19, Rafael la pasó a la intemperie, drogado. “En el COMPIN, nos dieron un papel a los que vivíamos en situación de calle para que circuláramos sin problemas y viéramos cómo hacer recursos para comer. En ese tiempo, todo costaba mucho. No había pega, ni droga, ni nada. La cosa es que a mí la tuberculosis se me volvió activa. Real. No podía caminar, ni respirar, me agotaba con nada. Así es que me fui solo al hospital. Ahí le conversé a un doctor sobre mi vida y encontré la ayuda generosa de un broncopulmonar y de una asistente social”.
También le recomendaron un programa de rehabilitación en consumo que tenía SENDA para personas de calle. “Era ambulatorio. Empecé a ir y a tomar en cuenta los consejos”.
–¿Era pura terapia o también te daban medicamentos?
–Ambas cosas, pero no quise tomar las pastillas. Yo, que he sido muchos años adicto, que conozco a los drogadictos por pastillas, sé que ellos son los más brutales, los más violentos.
–¿Por qué?
–Porque toman clonazepam y lo combinan con alcohol. ¿Qué pasa cuando ambas cosas se mezclan? Explota la cabeza. Casi la mayoría de los jóvenes que hoy vemos en asaltos, portonazos y delitos violentos andan “enclonados”, como se les dice. Después, cuando se les pasa el efecto, lloran y le piden perdón a la mamita, diciendo “yo no fui”, “yo no disparé”, “yo no herí a nadie”, porque de verdad no se acuerdan de nada. No saben en qué anduvieron metidos.
Sostiene que “la clona” es “un sicotrópico que distorsiona la realidad muy fuerte. Yo lo he probado. Mezclado con alcohol es como juntar fuego y parafina. Por eso, yo no tomo pastillas”, responde con una suerte de clarividencia del que viene de vuelta del infierno.
Agradece a sus amigos de la Hospedería Betania el haber cuidado de él cuando empezó a sufrir el síndrome de abstinencia. “Yo llegaba, gritaba en la noche, saltaba, convulsionaba, golpeaba las puertas pidiendo droga, que me dejaran fumar. Sufrí un colapso nervioso. Hice un paro cardiorespiratorio y fui a parar al hospital. Estuve 15 días en la UTI, entubado. Salí de ahí con desnutrición severa, pesando 38 kilos. Héctor tiene todos mis papeles médicos. Ahora peso 94. Estoy gordo. Por mi estatura debo mantenerme en 78”, dice, coqueto y muy consciente de su salud.
Héctor Toro (44) es el trabajador social a cargo de la Hospedería Betania, la que cerrará en septiembre próximo, privilegiando el trabajo integral e individualizado con las personas en situación de calle. Es, de alguna, lo que hizo él y su equipo con Rafael San Martín.
Héctor, quien trabaja desde hace 12 años en el Hogar de Cristo, considera a Rafael uno de esos escasos y estimulantes casos de éxito. “Son menos del 50 por ciento las historias de éxito. Uno desearía que fueran todos, pero no es fácil. A Rafael, le reconozco su tremenda fuerza de voluntad, su resiliencia. Destaca por esos atributos, pero nada de eso sirve si no se apoya en un trabajo colaborativo, en red, profesional”.
Producto de la tuberculosis, hoy Rafael sufre una neumonía crónica. Se resfría con facilidad y debe ser internado cuando eso se produce. Su enfermedad justifica que hoy esté pensionado por invalidez y que sus posibilidades laborales se reduzcan porque no puede hacer fuerza. Impresiona caminar a su lado y oír su resuello después de unos pocos pasos.
–Cuando ya estaba desintoxicado, la tía Claudia, que trabaja aquí en el Hogar de Cristo, me dijo: “Rafael, tú tienes que cambiar los hábitos. Buscar algo para reforzar tu mente”. Así fue que decidí estudiar. Primero saqué de primero a cuarto básico en exámenes libres; después de quinto a octavo. Ahora estoy tratando de aprobar primero y segundo medio. Lo he reprobado ya dos veces.
–¿Por qué te ha costado tanto?
–Desde los años 90 que yo no estudiaba. Imagínese. Así es que me concentré en repasar libros, pero no es lo mismo que cuando un profesor te guía y te enseña. Estoy solo. Yo e internet. Pero no pierdo la esperanza. En un par de semanas me darán los resultados de mis últimos exámenes libres.
–¿No te iría mejor si fueras a la escuela de adultos?
–Ese es un problema. Llevo cuatro años en rehabilitación, desde 2021. No estoy rehabilitado, porque el que se cree que está sano, recae. No me expongo a salir de noche y la escuela nocturna funciona a esas horas que, para alguien como yo, son peligrosas. Prefiero no exponerme y guardarme temprano. La tarde-noche es peligrosa para las personas vulnerables. No quiero botar a la basura todo lo que he logrado y me cuido.
Rafael con participantes y trabajadores de la Hospedería Betania. Héctor Toro, de chaqueta color turquesa, ha seguido en detalle y apoyado su proceso. Lo considera un caso de éxito que lo enorgullece.
Rafael sueña con lograr aprobar la enseñanza media y estudiar técnico en rehabilitación de drogas. Sabe que un centro de formación técnica de Coquimbo imparte la carrera. “Dura sólo dos años y yo pondría todo lo que sé al servicio de otros”.
Suena genial. El cierre de un círculo, porque realmente Rafael impresiona por su conocimiento del mundo de la calle, de las drogas y de la superación de ambos. Tiene una suerte de doctorado en rehabilitación, tanto del cuerpo como de la mente y el corazón.
Como suele suceder con las personas en situación de calle, sus vidas son una sucesión de fatalidades. De quiebres, carencias, violencia, abandono.
Cuenta Rafael que su mamá murió “justo el Día de los Inocentes, a causa de un cáncer asbestico. Nosotros vivíamos entre Maipú y Cerrillos, al lado de la planta Pizarreño. Ella trabajaba ahí, nosotros estudiábamos en un colegio que se llamaba Pizarreño. Era 1989 y yo tenía 11 años. En este tiempo, fueron conocidas las muertes por asbesto. El cuento corto es que, como yo no era hijo de mi padrastro, al morir ella, me hicieron al lado. Ahí apareció mi papa biológico y me fui a vivir con él”.
El reencuentro no resultó. Dice que su madrastra era igual que las de los cuentos: “enferma de mala”. Así es que a los 12 años se arrancó.
Fue su debut en la calle. “Como mi papá vivía en Conchalí, me fui a vivir debajo de los puentes del Mapocho”. Se integró a una caleta de 12 muchachos y muchachas, donde aprendió a sobrevivir.
–Nos llamaban “las ratas del Mapocho”. Robábamos en La Vega, en la feria, pero comida. Aún no conocíamos el valor de la plata ni la maldad. La maldad apareció cuando les pegábamos a los que querían abusar de las niñas amigas nuestras. Ahí empezamos a abrir los ojos.
Rafael se enamoró de Mercedes, una niña de su edad. “A los 14 años, ella quedó embarazada. Fuimos padres a los 15 y después a los 16. Nos acogieron en una población en Colón Oriente, donde teníamos familia en común. Ahí yo me dije: Aquí me levanto. Somos padres, tenemos que salir adelante”.
Pero el 28 de agosto de 1996, en la bajada de La Pirámide, en un confuso accidente automovilístico, a un camión se le cortaron los frenos y arrasó con el auto en que iban Mercedes y sus dos hijos.
–Quedé solo. Perdí todo. Ahí comenzó mi relación con las drogas. Con la pasta base, que me ofreció uno de mis hermanos. Fue una buena solución, porque me provocó alivio. Y empecé a viajar. He vivido en rucos desde Puerto Montt hasta Antofagasta. He pasado por todas las hospederías del Hogar de Cristo. Pasaba a bañarme, comer, secar la ropa. Trabajé “plumillando” en los semáforos, robé en los supermercados para comer. No seguí más al norte de Antofagasta porque me decían que la droga era más pura, potente y adictiva todavía. Me dio miedo. Cada 28 de agosto, trataba de borrarme, de morir. Fueron casi 30 años en ese estado. Con mi mochila, mi frazada, algo de ropa y mi pipa.
Así lucía Rafael al salir del Hospital después de su peor crisis. Pesaba 38 kilos y estaba completamente desnutrido.
Sabe tanto de consumo, que al escucharlo todos aprenden. Curiosos y adictos. Los primeros preguntan, como nosotros. Los segundos asienten. Como cuando dice que la coca está cada vez más fuerte. “Aspiras y te da sinusitis altiro. El tabique se hace tiras”. O cuando explica el estado de su dentadura y la de todos los que viven en calle y consumen: “Los dientes se sueltan, las encías se enferman. Se te cae todo el teclado de una”.
–Al final, Rafael, el diagnóstico de tuberculosis, te salvó. Te ayudó a salir del pozo en que estabas.
–Algunos me dicen que si no me hubiera enfermado, seguiría en la calle, en la droga, pero no es así. Yo viví un proceso y decidí rehabilitarme. Yo caí en la droga por desesperación. Y sí, me sirvió. ¿Usted sabe la definición de droga en griego? Es un remedio tóxico. Calma todo tipo de dolores, pero daña. No se la recomiendo a nadie. Más ahora en que te venden cualquier cosa. Yo casi me muero al fumar una mezcla de pasta base “enriquecida” con veneno para ratas. En Argentina, murió mucha gente de calle por esa causa. Yo, por suerte, logré arrastrarme hasta una Compañía de Bomberos después de fumarla. Alcancé a tocar el timbre y ellos me salvaron.
Rafael en el departamento que arrienda junto a su pareja. Se siente y se le ve pleno y satisfecho.
Rafael hoy trabaja en la feria, está en pareja desde hace un año y medio, y en abstinencia hace 4 años. Volvió a reprobar segundo y primero medio, cuyos resultados esperaba expectante. Pero no se amilana y dice que insistirá hasta lograrlo y cumplir su sueño de convertirse en técnico en rehabilitación de adicciones.
Arrienda un departamento, el que tiene flamante. Ha logrado ahorrar dos millones de pesos. “Para muchos será poco, para mí es una fortuna”.
Antes de despedirse, se da un tiempo para agradecer a todos los que están detrás de su notable recuperación. “Aprecio el trabajo de los profesionales del Hogar de Cristo, de los amigos, de mi pareja. A todos ellos, gracias, porque no me han dejado recaer. Cuando examino lo vivido, descubro que ayudar a otros, salva. Motiva. Te saca de ti mismo. Yo empecé a ayudar en la feria, en los puestos. A veces me pagaban con verduras, con cloro, con detergente, y yo lo traía para acá, para responder con algo a todo lo recibido. Hacer el bien, ayudar a otros, me dio la capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo… Y aquí estamos”.