Teresa (84) lo dice sin rodeos. Llegó por la soledad; el canto vino después.
—La soledad me pesaba en el alma —dice—. Necesitaba compartir, salir de la casa, tener amigas.
La viudez le dejó una casa demasiado grande y días que se estiraban sin contenido. No fue una caída abrupta, fue algo más lento: tardes iguales, silencios largos, recuerdos que aparecían sin aviso. Lo que a ella le pasaba no era excepcional. En Chile, la soledad afecta al 49,2% de las personas mayores y el 56% presenta alto riesgo de aislamiento social. Casi un tercio vive ambas cosas al mismo tiempo.

Teresa no llegó a esas cifras leyendo informes. Llegó viviéndolas. Lo explica así:
— ¿Para qué hacer la cama?, ¿para qué mantener la casa impecable si nadie te viene a ver? ¿Para qué? Esos pensamientos son los que terminan haciendo daño, porque se transforman en otros más negativos, más sin sentido.
ELIGE VIVIR BIEN, VIVE FELIZ
Ese desgaste cotidiano fue empujándola, casi en silencio, a buscar algo distinto. No una solución grandilocuente, apenas un lugar donde estar con otros. Así llegó al grupo “Elige Vivir Bien, Vive Feliz”, activo en Punta Arenas desde 2013, que reúne a personas mayores que se acompañan entre sí y realizan trabajo comunitario.
Fue un proceso lento, hecho de encuentros semanales, conversaciones largas y rutinas compartidas que empezaron a darle forma a los días.
—Cuando uno llega a cierta edad necesita más cariño, más apoyo, más ayuda —dice Teresa—. Y sobre todo ayuda emocional. Ahí fue donde yo caí más fuerte, con mucha depresión.

Lo dice sin bajar la voz ni dramatizar. La depresión que provocó la soledad fue parte del trayecto. Y ese tránsito no es individual. En Chile, un 28% de las personas mayores declara tener solo una o dos personas cercanas en su red de apoyo. La fragilidad no siempre se nota, pero se acumula.
Teresa lo sabe y lo dice con cuidado: tener hijos no siempre alcanza para llenar la casa.
—Yo tengo mis hijos —aclara—, pero ellos tienen su vida, su trabajo, su familia. Llegan un ratito y se van. Y cuando se van, el silencio vuelve.
En ese momento, el grupo no funcionó como terapia ni como salvación. Funcionó como compañía. Y eso, en ciertos tramos de la vida, es decisivo. Según datos del Ministerio de Salud, más de 300 personas mayores de 65 años se quitan la vida cada año en Chile; en los mayores de 80, la tasa es una de las más altas de Latinoamérica. Teresa no cita cifras, pero entiende el fondo del asunto.
—Uno necesita saber que no está solo. Eso es lo principal.
El canto llegó después, casi por accidente. No como meta ni como talento escondido, menos como terapia. Llegó en pandemia, cuando el encierro terminó de apretar todo y la soledad se volvió más ruidosa.
—Estábamos todos encerrados. Y en el grupo había un taller de canto. Un día la profe dijo que teníamos que elegir una canción.
Teresa no tenía experiencia ni aspiraciones artísticas. No buscó lucirse ni probar algo pendiente. Buscó, más bien, salir de sí misma por un momento. Revisó recuerdos, canciones antiguas, y apareció Cecilia La Incomparable.

—Yo no pensaba que yo ya a mis 70 y tantos años podía cantar o podía representar a un voluntariado, podía ser algo diferente que no había hecho nunca en mi vida, jamás. Entonces me sentí muy emocionada, muy contenta. No sé, no estaba en mis libros cantar, no estaba en mi mente cantar.
Cantó primero en el taller. Después vino algo que no esperaba. El Hogar de Cristo organizó la segunda versión del Festival Voces Plateadas en Punta Arenas, un concurso de canto para personas mayores que buscaba abrir un escenario donde muchas veces no lo hay. Teresa aceptó participar casi como una devolución al grupo que la había sostenido cuando estaba peor.
—Terminé ganando el primer lugar —dice, todavía sorprendida.
El premio no fue solo el aplauso. Fue el permiso interno de sentirse capaz en una etapa donde, muchas veces, todo parece ir en retroceso. También fue una conversación silenciosa con su historia más íntima.
—Él me había dicho… —se detiene—. Yo miro al cielo y sé que desde arriba él me está diciendo, como me decía: “Tere, bien Teresita, estás haciendo lo que yo te dije”.

Habla de su marido. De lo que le dijo meses antes de morir.
—Él me decía: “Tú sigues para adelante, sigues haciendo lo que a ti te gusta. Yo voy a partir y desde arriba te voy a acompañar”. Y yo creo que esa compañía espiritual, desde el cielo, me ha ayudado a salir adelante igual. Y me decía: “Está bien, si te gusta, bien”.
El escenario, entonces, no fue un quiebre. Fue una continuidad. Hoy, la soledad no desapareció por completo. Sigue habiendo tardes largas y silencios. La diferencia es que ahora hay red.
—Cuando estoy solita, de repente pienso: si me llego a caer o me pasa algo acá adentro, llamo por teléfono y sé que algunas de las niñas van a venir a verme. Si me caí o me quemé, van a venir a ayudarme.
Hace una pausa y subraya la idea central de su historia.
—No estoy sola. Esa es la frase que quiero remarcar. Yo no estoy sola, independientemente de mis hijos. Yo tengo mis dos hijos y el voluntariado. Eso lo llevo en mi mente y en mi alma.

Desde ahí, Teresa deja de hablar de ella y se dirige a otros.
—Yo le diría a todas las personas de mi edad que no se dejen estar en la casita. La vida es corta y la tercera edad, en muchos casos, es larga —afirma—. Se necesitan ganas de seguir viviendo, porque Dios nos está regalando un día más de vida.