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El estigma de vivir en una residencia protegida

Gino y Exequiel no son hermanos pero hay muchos aspectos de su vida que coinciden: tuvieron una infancia durísima, cumplieron 18 años y conviven en la misma residencia de protección terapéutica especializada, un programa piloto que cumple con los más altos estándares de calidad. Pero aun así, no le cuentan a nadie que están allí y menos que fueron “niños del Sename”.

Por María Teresa Villafrade

15 Octubre 2019 a las 14:27

 

Gino cumplió 18 años y está cursando segundo medio en un colegio del barrio. Vive en la residencia piloto de Hogar de Cristo que cumple con los más altos estándares de calidad y que se inauguró hace un año y medio en la comuna de Providencia. Junto a otros nueve compañeros, uno de ellos su hermano Joel, de 16, todos derivados por tribunales de familia, Gino va y viene del colegio y, algún fin de semana que otro, trabaja en la feria ayudando a vender y descargar.

Si hay algo que él conoce son los hogares de protección; desde que tenía ocho años quedó bajo la tutela del Estado por grave vulneración de sus derechos. Sus padres tenían consumo problemático de drogas. “La mayoría de los hogares en que he estado cerró. Primero fue el de Mamá Margarita, en La Florida, y después el de Casa Laura, en Santiago Centro. También estuve en el famoso CTD Pudahuel, en el Sename-Sename”, recalca.

En todos ellos aprendió a hacerse querer y respetar e insiste en que no vivió ningún trauma. “Siempre hablan mal de esos lugares, pero para mí fueron buenos. Traté de llevarme bien con la gente y me resultó. Los ´papis´y las ´mamis´, que así los llamábamos, me encontraban tierno y me protegieron. Sé que no fue igual para otros, que hubo niños abusados, a veces vi cosas y me tenía que hacer el loco porque si uno hablaba se metía en un forro”.

-¿Qué cosas te tocó ver?

-No voy a dar nombres, pero he estado en hogares donde se colocaban camas en un patio y se acostaban y empezaban a tocarse, eran chicos de 12, 13 y 14 años, pero si uno avisaba al educador de turno, no pasaba nada. Es que si uno habla después cierran el hogar. Igual lo cerraron. Desde chico he estado pendiente de que esas cosas no me pasen a mí. Uno tiene que tratar de estar bien, por ejemplo, aquí no me caen todos bien, pero uno tiene que disimular y hacerse el tonto.

No se queja, porque de haber dormido en un pabellón con largas hileras de camarotes, hoy disfruta de un dormitorio para él solo. “Tengo más privacidad y más libertad ahora”, asegura. Igual no le gusta contarles a sus amigos que vive en una residencia de protección ni tampoco los invita a la casa, pese a que hay espacio de sobra disponible.

“La gente es prejuiciosa, es súper mal visto en mi círculo social. Me da lo mismo lo que piensen los demás, pero hay que evitarse malos ratos. Si te digo que estuve en el Sename, te vas a preocupar de que no te robe algo. No me gusta que sientan desconfianza o lástima de mí. Hay gente que le he contado y su cara cambia, ¿de verdad? ¿tú? No lo parezco, eso me dicen, no me creen y ponen una cara que lo dice todo. Hay mucho prejuicio y con lo que sale en la tele es peor porque dicen que allí los matan, los violan, y eso aumenta el prejuicio, no todos hemos pasado por eso”, dice.

“HASTA LOS PROFESORES ME TRATABAN MAL”

Ese mismo sentimiento tiene Exequiel, también de 18 y habitante de la misma residencia piloto que Gino. “Cuando estaba en básica me hacían bullying y hasta los profesores me trataban mal porque era un niño del Sename. Estuve en el CREAD Galvarino, famoso porque allí murió una niña (Lissette Villa) y lo cerraron hace poco, pero de esa etapa he bloqueado todos mis recuerdos, creo que lo pasé mal ahí”, asegura.

En 2008, llegó a la antigua residencia de calle Maruri del Hogar de Cristo. “Era más como una familia pero había jerarquía, primero las tías, luego los niños más grandes y después los más chicos. Los más grandes siempre se aprovechaban de los más chicos”. Ahora sobre la nueva residencia opina: “Me gusta esta casa porque te dan más libertad y autonomía para hacerte cargo de ti mismo. Es un programa piloto y para mí es muy gratificante saber que después de casi 30 años de haber suscrito los Derechos del Niño, Chile por fin se está haciendo responsable de los niños. No quiero que existan más casos como el de Cisarro, a quien la sociedad le bloqueó toda posibilidad de reinserción social”, señala con asombrosa madurez.

Exequiel sabe que cumplir 18 años marca un antes y un después. Frente al Estado chileno ya es un adulto y sabe que para continuar en la residencia debe cumplir ciertos requisitos. Uno de ellos, es seguir estudiando hasta cumplir 24. Él está haciendo cuarto medio –su promedio es 6,2- en un colegio técnico profesional, pero no le gusta la especialidad que eligió –Telecomunicaciones- que fue lo que le aconsejaron, “por mi historial de familia consideraron que era lo mejor”. Sin embargo, se está preparando para la PSU ya que quiere estudiar una carrera en la que pueda ayudar a otros. Derecho, por ejemplo, para especializarse en tributario “pero para ayudar principalmente a las Pymes”.

Es el menor de cuatro hermanos, pero no quiere hablar de ellos ni de su familia. Para las Fiestas Patrias y Navidad a veces va a visitar una tía, pero no son fechas que le gusten especialmente. No se imagina todavía cómo será vivir solo cuando tenga su profesión y trabaje.

Lo cierto es que a diferencia de países más avanzados en materia de protección para la infancia vulnerada, Chile no tiene un Programa de Autonomía Progresiva que ayude a estos chicos a llevar una vida “interdependiente”, afirma Francisco Parra, jefe técnico nacional del área infanto-adolescente del Hogar de Cristo.

“No hablamos de preparación a la vida independiente porque nadie en rigor es independiente. Todos necesitamos de redes de apoyo para vivir. Nosotros prepararlos para la vida interdependiente, promoviendo el desarrollo de sus habilidades sociales y apoyando la construcción de una red social a la cual pertenecer. Debería existir en todo el país ese programa para asegurarles a todos estos chicos los servicios de soporte en su transición a la vida adulta al menos hasta los 25 años, en algunos países es hasta los 28, y no debería estar supeditado sólo por el estudio o por lo laboral, ya que existen muchos otros aspectos que deben ser considerados, como el emocional. El ideal es que ya sea que vivan en familia o en una residencia, los jóvenes puedan seguir trabajando su autonomía con ayuda”, explica.

El modelo residencias de protección terapéuticas especializadas del que Gino y Exequiel son pioneros en el país, tiene entre sus objetivos acompañar a los egresados en su transición a la vida adulta. Cada uno cuenta con un tutor que es una figura significativa que les entrega cuidado personalizado y es capaz de responder a sus necesidades particulares.

Gino y Exequiel decidieron continuar en la residencia por voluntad propia, ya que al cumplir los 18 años pueden optar por estar con sus familias de origen o sencillamente solos. Para Gino no es viable volver con su madre y su padre falleció. “Mi papá estaba recuperado y trabajaba, quería comprarse una casa para llevarnos a mi hermano y a mí a vivir con él. Pero se enfermó y murió hace un par de años. Mi mamá se casó de nuevo y tiene otros dos hijos, pero viven con otras dos familias en una casa donde no hay ni calefón. Me dan pena mis medio hermanos chicos porque independiente de todo, yo siempre he tenido agua caliente”, dice.

Exequiel cuenta que a su tía la visitó hace poco, después de ocho años de no verla. “Si no hubiera llegado al Hogar de Cristo, habría sido otro mi camino. Me he sentido bastante protegido, han estado ahí para ayudarme”.

-¿Has pololeado?

-“Sí, he pololeado pero ahora no, las mujeres son complicadas y mi vida ya es complicada de por sí”.

 

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