Cuando los acogidos dormían, ellas cosían. Esa es la escena que más recuerda María Angélica Días (73), profesora jubilada que lleva tres décadas como voluntaria en la Hospedería de Curicó. Con sus manos, las frazadas y camisas se transformaban en algo más que abrigo; se convertían en dignidad.
—Aún recuerdo que cuando ellos dormían en la noche, nosotros aprovechábamos de coser y arreglarles la ropa. Era un voluntariado muy sacrificado, pero hecho con mucho cariño. Yo empecé con mis dos hermanas; una ya se retiró por los años, pero la otra continúa conmigo. Ella tiene 80 años y se llama María Laura. A los dos años llegaron muchas más voluntarias, y a cada persona nueva que llega yo les digo: Acá la única instrucción es hacer las cosas pensando como si se las hicieras a Cristo. Si arreglas una camisa, es como si fuera para Jesús; si arreglas una frazada, es como para abrigar a Cristo.
—Cuando empezamos, la pobreza era absoluta: dedos afuera de los zapatos, ropa sucia, mucho piojo, y debíamos quemar todo en tambores. Como había que quemar tanta ropa y ropa de cama, comenzamos a armar ropa y frazadas con tela de donativos y hasta telas nuestras; lo juntábamos todo. Hoy, al contrario, me atrevería a decir que se ve a más gente joven viviendo en la calle, y hablo de familias completas, incluso niños.
María Angélica lo resume con claridad: la pobreza ya no tiene una sola cara. Y en Curicó, esas más de 500 personas que hoy viven en la calle lo reflejan con fuerza. Los hay jóvenes y mayores; con hijos o sin ellos; solos o acompañados; chilenos y extranjeros. Algunos enfrentan enfermedades crónicas, otras lidian con problemas de salud mental o consumo problemático de drogas. Muchas llegaron a la calle tras un quiebre afectivo profundo, la pérdida de su trabajo, una enfermedad, una discapacidad, el hacinamiento o la violencia en el hogar.
En ese mapa de exclusión está la vida de Reinaldo Rojas (61), un hombre que conoce de memoria lo que significa crecer y envejecer en pobreza. Su biografía es como la de tantas personas que pasaron por la calle: marcada por la falta de un hogar, los hogares de menores que nunca lograron contenerlo y la búsqueda de afecto en lugares donde no existía.
—Yo llegué a la Hospedería de Curicó en el 97, y la verdad es que al Hogar de Cristo lo vine a conocer en Chorrillos, en la casa de menores. También estuve en otros hogares de menores: San Francisco, en El Cañaveral y en Playa Ancha. Yo nunca me adapté. Me crie en las calles; vendía en las micros, en la calle. En el fondo, jamás me adapté a una casa, especialmente después de la separación de mis padres.
—Quedamos tres hermanos, pero mi mamá nunca estaba en la casa; era costurera y trabajaba todo el día. Así que me escapé del colegio y llegué hasta quinto básico. Mi mamá trató de internarme; hasta tuve un psiquiatra, pero me dieron el alta porque no tenía nada y mi mamá ya no supo qué hacer conmigo.
Primero fueron las micros, donde vendía lo que pudiera para ganar unas monedas; después la fruta, con jornadas agotadoras bajo el sol. Aprendió rápido que la vida en la intemperie era sobrevivir al día a día: comer lo suficiente, encontrar dónde dormir y, sobre todo, cuidarse de los otros.
—La vida en la calle es complicada, peligrosa: te asaltan, te roban. Yo estuve en el Puente Lontué, a cinco kilómetros de Curicó, y ahí pasaba de todo.
Ese puente se convirtió en su techo por un tiempo. Ahí comprendió que la calle de antes no era la de hoy: “antiguamente no era tan peligrosa”, dice, “pero ahora la juventud no respeta nada”. Y esa inseguridad creciente explica, según él, por qué muchos adultos mayores prefieren quedarse en el Hogar de Cristo y no arriesgarse a volver afuera.
—A los delincuentes no les importa si eres pobre: si tienes algo, lo que sea, te lo quitan. Antiguamente no pasaba nada. Por eso ahora hay mucho viejo que le cuesta retirarse del hogar y buscar una vida independiente, porque es muy peligroso.
Reinaldo nunca se casó ni tuvo hijos. No formó una familia. Y tal vez por eso valora tanto lo que encontró en la Hospedería de Hogar de Cristo en Curicó: gestos pequeños, cotidianos, que para él significan todo.
—Lo más importante que me entrega el Hogar de Cristo es el afecto, tanto de los profesionales como de los compañeros, porque la soledad no es nada agradable. Me atrevo a decir que somos como una familia. Yo nunca me casé, jamás tuve hijos, no hice familia; entonces imagínate lo importante que es para mí que alguien me diga: ‘Buenos días, cómo estás, qué necesitas, buenas noches’”.
Mañana, la Hospedería de Curicó celebrará sus treinta años de existencia con una misa abierta a la comunidad y un encuentro de voluntarios de todas las generaciones. Será una oportunidad para agradecer, pero también para reflexionar sobre lo que significa acompañar la exclusión en un país que ha cambiado y donde la pobreza adopta nuevos rostros.
En esa línea, Marco Henríquez, jefe social del Hogar de Cristo en Maule Norte, hace una invitación amplia y al mismo tiempo deja planteada una inquietud:
—Están todos invitados a este hermoso evento. En nuestra región existe una pobreza oculta, semi rural y alejada de cualquier centro de ayuda. Para qué hablar de Curicó, donde nuestra causa tiene capacidad para acoger a solo 40 de las 578 personas que deambulan por la comuna sin un destino o una mano solidaria que los ayude a retomar sus vidas. ¿Qué pasa con las otras 538 personas que no tienen dónde pasar la noche?
Sus palabras dialogan con la historia misma de la Hospedería: un lugar que nació de la urgencia y que tres décadas después sigue siendo mucho más que un techo. En la memoria estarán las noches de costura de María Angélica y sus hermanas, los días a la intemperie de Reinaldo bajo el Puente Lontué y la certeza de que aquí, lo que se juega, es la dignidad.