Subieron los muebles por las escaleras hasta las once de la noche. Era pandemia. Sandra no sabía cómo era el departamento, ni siquiera en qué piso quedaba. Solo sabía que por fin tendría un lugar propio. Cuando abrió la puerta junto a sus hijos y vio el espacio ordenado, limpio, se puso a llorar.
– Me acuerdo que ese mismo día pedimos una pizza, pero una de verdad, de esas que se encargan en un local. Nunca lo habíamos hecho. Siempre las preparábamos en la casa, comprábamos la masa y la rellenábamos con lo que había. Y mi hija, que es vegetariana desde chiquitita, me miró y me dijo: “¿Viste, mamá? Ahora sí puedo ser realmente vegetariana. Porque ahora sí tú puedes”.
Esa noche durmieron por primera vez con las puertas cerradas y las cortinas corridas. Cada uno en su dormitorio, con sus cosas, con su espacio. Sin goteras, sin humedad, sin tener que poner ollas para contener el agua que caía del techo.
—Fue un cambio de vida total —dice Sandra—. Ya no teníamos que elegir entre pagar la micro, la comida, las cuentas o comprar colaciones. Ya no era la ruleta de todos los meses. Por primera vez sentí que el sueldo alcanzaba.
Antes de llegar al condominio Justicia Social de Recoleta, Sandra pagaba casi el 90% de su ingreso en el arriendo de una casa interior precaria, con ventanas pequeñas, sin ventilación ni calefacción, donde su hijo adolescente prefería no invitar a nadie. “Yo me daba cuenta de que les daba vergüenza. Nunca me lo dijeron, pero lo intuía. No llevaban compañeros, no hacían tareas con nadie. Eran niños muy solos”.
Ubicado en la calle Justicia Social, a solo pasos del Metro Einstein y con excelente conectividad a centros educativos, de salud y transporte, el condominio donde vive Sandra fue el primero de su tipo en Chile. Un proyecto pionero de la Municipalidad de Recoleta que, desde 2020, ofrece arriendo a precio justo para familias vulnerables: solo se paga el 25% del ingreso familiar y se accede a departamentos nuevos, equipados y dignos.
—No es solo que sea bonito. Es seguro, tiene espacios compartidos, pasto, luz. Nunca habíamos tenido eso —dice Sandra.
Sandra fue una de las primeras en instalarse en el Condominio Justicia Social. Donde antes había un sitio eriazo, hoy habitan 38 departamentos distribuidos en dos torres de cinco pisos, con huertos, juegos infantiles, áreas verdes y un salón común donde los vecinos se encuentran, se cuidan y se organizan.
—Este respiro que me permitió el vivir en Justicia Social me hizo conocer a mis vecinos, interactuar más en el trabajo, con otra gente, ponerme en los zapatos de otro. Cuando uno está con tanta necesidad o sobreviviendo, ni siquiera tiene energía para mirar al lado o pensar en las necesidad del vecino.
Desde afuera se ve un edificio más: cinco pisos, ventanas alineadas, ropa tendida al sol. Pero por dentro, cada departamento lo cambia todo: 57 m², tres piezas, un baño, cocina equipada y una bodega dentro del mismo departamento. No está escondida en el subterráneo ni en un rincón común: está ahí mismo, al alcance.
El edificio fue diseñado de manera gratuita por el arquitecto Juan Sabbagh, Premio Nacional de Arquitectura 2002. “Lo entiendo como un deber social. Estamos convencidos de que el único camino para transformar Santiago en una ciudad equilibrada, homogénea y que convivan distintos niveles sociales, es que produzca integración y vida urbana”, explicó sobre el proyecto.
Fue la Municipalidad de Recoleta la que puso el terreno y lideró la iniciativa. El Ministerio de Vivienda aportó con los subsidios, y la Fundación Urbanismo Social acompañó a las familias en el proceso de instalación. Todo articulado por la Inmobiliaria Popular, una herramienta municipal para construir sin fines de lucro.
—Todo. Me sentí capaz. Siempre pensé que yo era la que no podía, que no sabía administrar, que no daba el ancho. Pero es imposible hacer milagros con un sueldo mínimo y tres personas que mantener. Aquí me di cuenta de que el problema no era yo: era el sistema.
Después de instalarse, Sandra dejó de trabajar los fines de semana. Pudo estudiar un técnico en bibliotecología, hizo su práctica en la Biblioteca Pública de Recoleta y hoy trabaja ahí, rodeada de libros, de niños, de comunidad.
—Que son mis fans. Mi hija me acompaña a todo, me celebra, me abraza. Antes estaban tan solos… Yo llegaba agotada, sin energía. Ahora nos vemos, conversamos. Vivimos juntos, no solo compartimos techo. Antes yo era una persona muy triste. Ahora me río. Disfruto. Y tengo energía para mirar a los demás, tender la mano, estar disponible. Cuando uno vive en urgencia permanente, no hay espacio para nada más que sobrevivir.
Hace poco, Sandra fue abuela. Su hijo estudia Contabilidad; su hija, Artes Visuales en la Universidad de Chile. Y ella, mientras tanto, cursa la carrera de Bibliotecología y Gestión de la Documentación en la UNIACC, con la meta de obtener su título profesional. Ya no promete cada Año Nuevo que “ahora sí saldrán adelante”, porque esta vez, por fin, lo están haciendo.
—Que no se rindan, exijan, que la dignidad no es un regalo, es un derecho. Nadie debería vivir con miedo a quedarse en la calle por no poder pagar el arriendo. No es justo. Y por eso este lugar se llama así: porque es justicia.
Afuera, un niño se sube a un triciclo mientras su madre conversa con una vecina. Parece cualquier barrio, pero no lo es. Aquí, para muchas familias, empezó otra vida.
—Antes yo pensaba que la dignidad era un lujo. Ahora entiendo que debería ser el piso. Vivir en un lugar limpio, seguro, donde te alcance para lo básico y más, no puede ser un privilegio. Tiene que ser lo mínimo.
Eso es, justamente, lo que en 2016 quiso decir el Hogar de Cristo cuando propuso que Justicia Social fuera la calle más importante de Chile. Hoy, esa idea dejó de ser un símbolo y se volvió una dirección concreta, con vida propia. Y lo mejor: no termina aquí. Justicia Social II y III ya están en marcha. Más familias —como la de Sandra— dejarán atrás la urgencia y el miedo, para empezar, por fin, a prosperar en vez de solo sobrevivir.