2 Marzo 2020 a las 14:30
Un 16% de las casi 16 mil personas en situación de calle en Chile, son mujeres. Alejandra es la cara elocuente de cómo la extrema pobreza y vulnerabilidad que representa vivir sin hogar es aún más cruda, dura y peligrosa para ellas. Aquí, entre retazos de episodios traumáticos, Alejandra logra verle el lado positivo a su vida.
Por Ximena Torres Cautivo
En el callejón Ugarte, en plena Estación Central, está lo que queda de su ruco. Alejandra (46), conocida como “la Chica Bomba”, dice que la municipalidad se lo ha destruido varias veces, en especial ahora que empieza la temporada escolar ya que por ahí cerca hay un liceo.
Esa precaria construcción, adosada a una pandereta, que ha experimentado sucesivas mutaciones, ha sido su casa los últimos años de las casi dos décadas que lleva en calle. Ahí, Alejandra cuenta su difícil vida. Ella y sus 4 hermanos quedaron huérfanos de madre, cuando apenas tenía 6 años. Ahí partió el descalabro. Estuvo en manos de familiares, “en una casa de Maipú, que era nuestra y nos la quitaron, donde nos mantenían encerrados y nos daban las sobras de las comidas, y a la que yo le prendí fuego”, cuenta en un relato disperso, matizado de una letanía de “tíos”, “tías”, “mamitas”, como llama a monitores y voluntarios de diferentes fundaciones y a personas generosas que en distintos momentos la han ayudado. “A mí me recibió la tía María Gajardo”, dice, reconociendo a una de las monitoras de la hospedería de mujeres del Hogar de Cristo más antigua. “La tía María” lleva 47 años trabajando ahí. “Ella me conoció gordita, crespita, porque así era yo de niña”.
-Ahora eres flaca…
-Sí, eso fue porque me metí en el alcohol y las drogas. Me consumí. Yo no oculto nada; es mejor decir la verdad que una vil y cochina mentira. Eso pasó porque, señorita, perdone, pero me da pena contarlo -dice, quebrándose. Con los ojos llorosos y la voz temblorosa, continúa: -Entré en el consumo porque yo, señorita, fui abusada por mi propio hermano y quedé embarazada cuando tenía 11 años. Ahí nació mi primera hija, que se llama Bernardita y fue criada por mi tía Sabina con quien nunca más tuve contacto. Yo estuve parte de mi embarazo viviendo en la calle; después del parto, me recogió mi mamita Aurelia, que es de allá de Cerro Navia y no tiene ningún parentesco conmigo, sólo bondad. Yo creo que las mujeres son más solidarias que los hombres, aunque hay algunos hombres frente a los que me saco el sombrero, como mi suegro, don Mario, que un invierno me tuvo en su casa, cuando yo estuve muy mal por las drogas.
Alejandra dice que tuvo otros dos hijos: Ivonne e Isaías y que el día más feliz de su vida fue cuando conoció a Isaías, al que ha visto sólo dos veces. Saltando de un hecho tremendo a otro, recuerda que “después de tener a una de mis guagüitas, me llevaron al COD (Centro de Orientación y Diagnóstico) de Pudahuel. Alcancé a estar dos semanas. Me fugué. De ahí me arranqué, porque no me gusta el encierro”.
-O sea, tú has elegido la calle. ¿Tú podrías vivir en un lugar que no fuera la calle?
-Yo, señorita, lo que más anhelo es salir de aquí. Tener un baño digno donde poder bañarse como la gente, donde nadie la esté mirando a uno, donde uno pueda defecar tranquila. Porque si no se ha dado cuenta, todos defecan por aquí. Yo tengo problemas para defecar, señorita, yo tengo que tomarme unos sobres para poder vaciar mi cuerpo. (Escucha su voz aquí)
Sentada sobre el colchón, Alejandra se va sacando ropa por capas. Cada prenda que se quita es como ir profundizando en la tragedia y en el olor acre de la pobreza extrema. “Tengo todos mis brazos cortados porque intenté matarme varias veces, cuando consumía pasta base. Déjeme que le muestre -dice, exponiendo su cuerpo, que es como una zona de guerra. Mostrando sus cicatrices, detalla: “Aquí me sacaron las vísceras para afuera y este puntete iba directo al corazón. Pero ahora sí que se va a quedar loquita con lo que le voy a mostrar…”.
Alejandra se saca la zapatilla del pie izquierdo, el calcetín, y muestra un talón mordido, incompleto, donde la piel es morada. “Este pie es un milagro de Dios, señorita. Y se lo agradezco a la virgen morenita que tengo ahí (la Virgen de Guadalupe). Le agradezco a ella poder caminar como la gente y al Hogar de Cristo, porque fueron los tíos de calle los que me recogieron y me llevaron al tiro al hospital. Esta carne nueva me la ha dado el Señor. Tengo un tornillo aquí, otro acá -cuenta, indicando el tobillo y la cadera izquierda. Y resume: -Todo por la maldita droga, señorita.
-¿Cómo pasó?
-Me atropelló una micro. Mi talón parecía un montón de carne molida. Entonces tenía veintitantos.
-Entonces te llamaban la “Chica Bomba”.
-Sí, entonces me llamaban así porque andaba con un hombre muy grande, muy alto. Yo parecía el bastón de él, por eso me decían la Chica. Lo de Bomba vino cuando me empezaron a pasar los problemas: el atropello, el incendio del ruco, el desalojo.
No nos queda claro si ese hombre grande fue el mismo que la sumergió en su peor etapa de consumo de pasta base. “Lo peor que me ha pasado es haber vivido con un pedazo de lonyi que me sacaba todos los días cresta y media, señorita. Él no se levantaba de la cama si yo no le traía el vicio. Me decidí a mandarlo preso, me da pena eso, pero él me indujo al consumo, me dejó metida, bien metida en la droga”.
Alejandra cursó hasta cuarto básico, pero se siente súper capacitada para un oficio que desempeña cuando tiene su carrito de supermercado, el que varias veces le han quitado cada vez que la municipalidad le desarma el ruco: “Yo con ese carro de supermercado retiro escombros, ese es mi trabajo. Soy buena retirando escombros. Míreme las manos; no parecen de mujer, ¿cierto?
Dice que todo lo que gana es para comer, que con 500 pesos hace maravillas. “A veces, cuando faltan las monedas, salgo a pedir pero he sentido el rechazo. Es un rechazo grande. Muy duro. ‘Ándate a trabajar, vaga culiá’, me han dicho y eso duele mucho”.
Dice que solo confía en la virgen morenita que encontró botada en la basura y que en la noche se ilumina de azul. “A ella le cuento mis penas. Le explico que a mis hijos no les puedo pedir perdón como madre, porque sólo a Dios se le pide el perdón, pero que sí les pido disculpas”.
Alejandra dice que en la calle no hay amigos. “El único amigo es el bolsillo lleno. Entre los que vivimos en calle hay pura envidia y veleidad, y todo lo que nos traen, la mayoría lo vende. En mi caso, no. Y aquí tiene la evidencia”, dice, mostrando una radio a pilas roja.
-¿Te incomoda que a veces en las rutas de calle se sumen voluntarios de colegios o gente de la tele y autoridades y te vengan a ver como si fueras una curiosidad?
-No me molesta, me gusta y lo agradezco. Así conocí y bailé con el Caszely hace años en Canal 13. Y hace poco estuve con Rivarola y hasta me pusieron en el Facebook de la U. Creo que es bueno que la gente del barrio alto se enteré de cómo vivimos los pobres. Que los estudiantes sepan cómo es cucharear en la basura en busca de comida. Que las personas tengan conciencia. Si yo tuviera que entregar un mensaje les diría a los niños y a las niñas chicas que no se dejen tentar por la calle, por la droga y el alcohol, porque nadie merece ser abusado como lo fui yo de niña y como lo he seguido siendo de grande por vivir en la calle. No hay que escaparse de la casa al primer charchazo, a la primera dificultad, porque no hay nada peor que la calle.